La Iglesia contempla con especial amor el misterio de la cruz de Cristo y lo celebra de manera particular en dos fechas del calendario litúrgico:
- El 3 de mayo, fiesta de la «Invención de la Santa Cruz» («la cruz de mayo»).
Ambas celebraciones están profundamente arraigadas en la tradición cristiana y han tenido una gran difusión popular, especialmente en España, Italia y América Latina. Las dos hunden sus raíces en Jerusalén, la ciudad santa en la que Cristo entregó su vida por amor.
La Cruz de Mayo. La memoria del 3 de mayo nos conduce al siglo IV. Santa Elena, madre del emperador Constantino, tras abrazar la fe cristiana, peregrinó a Jerusalén hacia el año 318. Con el corazón ardiente de amor por el Señor, quiso encontrar el madero en el que Jesús había sido crucificado. Preguntó, buscó, investigó con perseverancia… y, según la tradición, encontró la cruz del Salvador.
El término latino «inventio» significa precisamente ‘encuentro’, ‘hallazgo’. Por eso hablamos de la «Invención de la Santa Cruz»: el momento en que la piedad de una mujer creyente devolvió a la Iglesia el signo visible del altar en que Cristo ofreció su vida por todos.
La Exaltación de la Santa Cruz. La fiesta del 14 de septiembre tiene un origen diferente. En el año 614, los persas invadieron Jerusalén, destruyeron templos y monasterios, y se llevaron como botín de guerra numerosos tesoros, entre ellos la cruz de Cristo, que se veneraba en un relicario de plata adornado con piedras preciosas.
Años después, el emperador bizantino Heraclio emprendió una campaña contra los persas. En 622 conquistó la ciudad de Ganzak, en la actual Irán, y recuperó la santa reliquia junto con otros tesoros. Finalmente, en el año 630, un 14 de septiembre, el emperador llevó la cruz de regreso a Jerusalén para depositarla solemnemente en la basílica del Santo Sepulcro.
La tradición cuenta que, al llegar a la ciudad santa, Heraclio avanzaba revestido con sus insignias imperiales y montado en un caballo regio. Pero al aproximarse a la puerta Dorada, la misma por la que Jesús entró el Domingo de Ramos, las piedras del arco cayeron e impidieron su paso. Todos entendieron aquello como un signo divino: quien quiso entrar en Jerusalén humilde y manso sobre un borrico no podía ser honrado con fastos imperiales.
Entonces el emperador bajó de su caballo, se despojó de sus ornamentos, se descalzó, tomó en sus manos la reliquia y, con paso humilde, llevó la cruz hasta el interior de la basílica de la Anástasis (el Santo Sepulcro).
Años más tarde, en el 638, Jerusalén cayó bajo dominio musulmán. En la Edad Media, Heraclio fue recordado como una figura ejemplar, considerado incluso como el “primer cruzado”, modelo de quienes siglos después soñaban con recuperar los Santos Lugares.
Hasta hoy, en la capilla armenia del Santo Sepulcro, en la bajada a la cripta de santa Elena, así como en varios retablos antiguos, se representan estas escenas: el hallazgo de la cruz y su retorno glorioso.
Las dos fiestas, en mayo y en septiembre, invitan a los cristianos a mirar el madero santo no como un simple objeto, sino como el signo del amor más grande: aquel en el que Cristo, por nosotros, dio la vida.
La cruz, hallada por santa Elena y exaltada por Heraclio, no es una reliquia del pasado. Es el árbol de la vida, el lugar donde se revela la misericordia de Dios y donde aprendemos a amar hasta el extremo. Cada vez que celebramos estas fiestas, la Iglesia nos recuerda que la verdadera victoria no está en la fuerza de los imperios, ni en los tesoros arrebatados y recuperados, sino en la humildad del Crucificado.
Mirar la cruz es aprender a mirar la vida desde otra perspectiva: no como una carrera de poder y honores, sino como una entrega confiada en manos de Dios. Por eso, tanto en la fiesta de la Cruz de Mayo como en la solemne Exaltación de septiembre, los cristianos somos invitados a abrazar la cruz en nuestras propias vidas: en las dificultades, en los sacrificios, en el servicio generoso a los demás.
Así, la cruz que fue instrumento de muerte, se convierte en fuente de vida y esperanza. Y quien la abraza con fe, como santa Elena y el emperador Heraclio, descubre que también hoy sigue siendo el signo más grande del amor de Cristo por la humanidad.
Con la Exaltación a la Santa Cruz culminamos nuestro reconocimiento y también gran amor hacia ella. Apoyados en Teresa de Ávila, muy grande santa hemos convertido nuestro amor en devoción.
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