En el evangelio también se habla de una mujer, a la que otros varones querían apedrear por adúltera, pero Jesús la libera de una muerte segura.
La joven, hermosa e inocente Susana se encontraba en un jardín cerrado. Estaba casada con un hombre rico y respetado, y ella era feliz. Unos jueces ancianos, que debían ser ejemplo de honradez y justicia, pero habían pervertido su corazón, quisieron abusar de su cargo para acostarse con ella, a lo que ella se negó. Entonces urdieron su venganza para condenarla a muerte.
En hebreo, hay una única palabra para denominar a los jardines, a los huertos, a las tierras cultivadas. En la Biblia, el jardín es la naturaleza domesticada, donde el hombre puede vivir feliz y en paz. De hecho, Dios colocó a los primeros padres en el jardín de Edén. También Jesucristo se retiró a orar en el huerto de los Olivos, antes de su pasión.
El jardín es imagen del paraíso en la tierra; pero no podemos olvidar que, mientras dure nuestra peregrinación por este mundo, nunca estaremos totalmente seguros y en paz. En el jardín del Edén estaba la serpiente tentadora, en el jardín de Susana estaban los viejos malvados, en el jardín de Getsemaní se hizo presente Judas, que traicionó a Jesús con un beso en la mejilla.
Antes de que llegara la hora de su pasión, "Jesús se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos" (Jn 11,54). Pero, al llegar la hora definitiva, " Jesús marchó con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos" (Jn 18,1).
En el huerto-jardín, Jesús sudó sangre, en el huerto-jardín sufrió el aparente abandono de Dios, pero aceptó cumplir en todo su voluntad. Incluso uno de los siervos del sumo sacerdote dijo más tarde a Pedro: "¿No te he visto yo antes con él en el huerto?" (Jn 18,26).
Finalmente, cuando el amor de Jesús le llevó al extremo de dar la vida por nosotros, también se hace presente el huerto-jardín: "Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía" (Jn 19,41).
Allí es colocado Jesús, porque él es el tesoro enterrado en el campo (Mt 13,44), el grano de trigo sepultado para dar fruto abundante (Jn 12,24), la flor más preciosa del jardín, tal como canta un precioso himno de Juan de Salinas y Castro (1559-1643) recogido en la liturgia de las horas:
La bella flor que en el suelo
plantada se vio marchita
ya torna, ya resucita,
ya su olor inunda el cielo.
De tierra estuvo cubierta,
pero no fructificó
del todo, hasta que quedó
en un árbol seco injerta.
Y, aunque a los ojos del suelo
se puso después marchita,
ya torna, ya resucita,
ya su olor inunda el cielo...
En la mañana de Pascua, las mujeres fueron a buscarle al huerto y María Magdalena confundió a Jesús con el jardinero. Jesús había hablado de un labrador que cavó la tierra, la regó y cuidó "durante tres años" (Lc 13,7), esperando que diera frutos. No estaba equivocada María Magdalena: Jesús es el jardinero de nuestras almas, que las riega con el agua y la sangre que manaron de su costado.
Como la esposa del Cantar de los cantares, que exclama: "Entre mi amado en su jardín... Mi amado ha bajado a deleitarse en su jardín..." (Cant 4,16; 6,2), María Magdalena lo busca allí y allí lo encuentra.
Susana es imagen de la Iglesia, desposada con Cristo, al que desea permanecer fiel y por el que no duda en aceptar las persecuciones, las calumnias y la muerte, confiando siempre en su misericordia. Es una oveja entre lobos, tal como está representada en la pintura de las catacumbas que acompaña esta entrada.
Pero la adúltera perdonada es también imagen de los cristianos que formamos la Iglesia, que a veces hemos buscado el amor fuera de Cristo y ahora nos encontramos humillados, condenados, tirados por tierra, sin esperanza humana. A cada uno de nosotros, Jesús nos mira con amor infinito y nos ofrece su perdón.
Jesús ama a los pecadores, porque sabe ver más allá de la fealdad que el pecado causa en el hombre. Él mira en lo más profundo del alma y ve en cada uno la belleza de Dios, a cuya imagen fuimos creados. Por eso vino “a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10), “a dar su vida en rescate por los pecadores” (Mt 20,28). Jesús nos ama hasta el punto de cargar los pecados de cada uno sobre sus espaldas: “Cargado con nuestros pecados, subió al leño” (1Pe 2,24).
Cada uno de nosotros es la mujer adúltera que ha traicionado la confianza de su Esposo (que es Cristo); cada uno de nosotros es también el hijo pródigo que se marchó de su casa (que es la Iglesia); cada uno de nosotros es la oveja perdida que abandonó el redil; cada uno de nosotros es el hombre que yace herido junto al camino, sin que ninguno de los que pasan se ocupe de él.
A cada uno de nosotros se acerca Cristo y nos mira con misericordia. A cada uno repite hoy: “Yo no te condeno. Vete y no peques más”. Acojamos sus palabras con agradecimiento y con el firme propósito de no volver a alejarnos de su compañía.
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