En casi todas las iglesias católicas se reza el Vía Crucis todos los viernes de Cuaresma. Nos unimos a Jesucristo en las últimas horas de su vida mortal, reflexionando sobre los acontecimientos que tuvieron lugar entonces e intentando iluminar nuestra vida con su luz. Las imágenes de este Vía Crucis son de Bradi Barth (1922-2007). En cada estación coloco un texto de la Biblia y otro de la mística carmelita santa Isabel de la Trinidad (1880-1906).
Primera estación: Jesús es condenado a muerte
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Pilato, queriendo dar satisfacción a la plebe, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle azotado, lo entregó para que le crucificasen (Mc 15,15).
Cuando llegue la hora de la humillación, la esposa se acordará de estas pocas palabras: “Pero Jesús callaba” (Mt 26,63), y ella se callará, “conservando toda su fortaleza para el Señor” (Sal 58,10); esta fuerza que “se saca del silencio” (Is 30,15). Entonces, cuando venga el abandono, el desamparo, la angustia, que hicieron lanzar a Cristo este grito: “¿Por qué me has abandonado?”(Mt 27,46), ella se acordará de esta oración: “que ellos tengan en sí la plenitud de mi alegría” (Jn 17,13); y bebiendo hasta las heces el “cáliz preparado por el Padre” (Jn 18,11) sabrá encontrar en su amargura una suavidad divina. En fin, después de haber dicho frecuentemente "tengo sed" (Jn 19,30), sed de poseerte en la gloria, cantará: “Todo está consumado. Entrego mi espíritu en vuestras manos” (Lc 23,46). Y el Padre vendrá a tomarla para “trasladarla a su heredad” (Col 1,12-13), donde en la luz ella verá la luz” (Sal 35,10).
Segunda estación: Jesús carga con la cruz
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Tomaron a Jesús, que, llevando su cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota (Jn 19,17).
La vida es una cadena de sufrimientos, y creo que los felices en este mundo son los que han escogido la cruz por su porción y su herencia, y esto por amor de aquel de quien dice san Pablo: Él me ha amado y se ha entregado por mí (Gál 2,20). Manifestémosle nuestro amor con todos nuestros actos, haciendo siempre lo que le agrada, y él no nos dejará jamás solas, sino que permanecerá en el centro de nuestra alma, para ser él mismo nuestra felicidad.
Tercera estación: Jesús cae por primera vez
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, dará mucho fruto. (Jn 12, 24).
Él quiere librarla de sus debilidades, de sus faltas, de todo lo que la turba a través de este contacto contiguo. ¿No ha dicho él: “No he venido a juzgar, sino a salvar”? (Jn 12,47). Nada debe parecerla un obstáculo para llegar a él... Crea que él no cambia nunca, que en su bondad está inclinado sobre usted para levantarla y establecerla en él... No es mirando nuestra miseria como seremos purificados, sino mirando a aquel que es todo pureza y santidad.
Cuarta estación: Jesús se encuentra con su madre
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Simeón los bendijo y dijo a María: Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, y a ti una espada te atravesará el alma. (Lc 2,34-35).
La Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2,19). Toda su historia puede resumirse en estas pocas palabras. Fue en su corazón donde ella vivió, y con tal profundidad que no la puede seguir ninguna mirada humana... Como la de él, su oración fue siempre “¡Heme aquí!” ¿Quién? “La sierva del Señor” (Lc 1,38), la última de sus criaturas. Ella, ¡su madre! Ella fue tan verdadera en su humildad porque siempre estuvo olvidada, ignorante, libre de sí misma. Fue en su corazón donde la espada la traspasó (Lc 2,35), porque en ella todo se realiza por dentro...
Quinta estación: El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús (Mc 23,26).
Es por Dios, solo por Dios, por quien se sufre. ¡Qué encantos encierra el sufrimiento cuando se sabe aceptarlo! No hay camino más seguro que el de la cruz. Dios mismo lo ha escogido. En medio de nuestros sufrimientos digamos al maestro como el buen ladrón: “Acuérdate de mí en tu paraíso” (Lc 23,42). El se acordará, pues ha dicho: “Bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que sufren” (Lc 6,21-22). Estos son los privilegiados de su Corazón. Jesús mi amor, mi vida, gracias por haberme escogido para participar en tus dolores. Mi corazón se deshace de gratitud. Tú me has reservado la mejor parte... ¡Oh, Jesús!, ven con tu cruz.
Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
El que le iba a entregar les había dado esta contraseña: Aquel a quien yo dé un beso, ese es; prendedlo. Nada más llegar, se acerca a él y le dice: Rabí. Y le besó. (Mc 14,44-45).
Si tienes que sufrir, piensa que eres más querida aún, y da gracias siempre. Él está tan celoso de tu alma... Es a lo único que mira. El Verbo imprimirá en tu alma, como en un cristal, la imagen de su propia belleza, para que seas pura con su pureza, luminosa con su luz. Cuando caiga el velo, con qué felicidad me introduciré hasta el secreto de su rostro, y es allí donde pasaré mi eternidad, en el seno de esa Trinidad que fue ya mi morada desde aquí. Contemplar en su luz los esplendores del ser divino, penetrar toda la profundidad de su misterio, estar fundida con el que se ama, cantar sin descanso su gloria y su amor, ser semejante a él, porque se le ve tal cual es (1Jn 3,2).
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Cayó rostro en tierra, y oraba así: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39).
Cuando veo cómo él se ha entregado por mí, me parece que yo no puedo hacer otra cosa por él que entregarme, gastarme, para darle un poco de lo que él me ha dado... En la santa misa comuniquemos en su espíritu de sacrificio… Debemos parecernos a él... Estemos siempre con él durante la jornada. Si somos fieles en vivir de su vida, si nos identificamos con todos los movimientos del alma del crucificado, con sencillez, entonces no tenemos que temer nuestras debilidades, porque él será nuestra fortaleza, y ¿quién nos puede arrancar de él?
Octava estación: Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Le seguía una gran multitud de pueblo y mujeres que se dolían y
lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí ; llorad mejor por vosotras y por vuestros hijos (Lc 23,27-28).
Ante las pruebas solo puede hablar el Señor, que es el consolador supremo. Una santa, hablando del maestro, decía: ¿Dónde habitaba él, sino en el dolor? Toda alma sumergida en el dolor vive, pues, a su lado, habita con Jesucristo en esa inmensidad de dolor cantada por el profeta; esa morada es la de los predestinados, de los que el Padre ha conocido y quiere que sean conformes a su Hijo crucificado (Rom 8,29).
Novena estación: Jesús cae por tercera vez
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Venid a mí todos los que estáis fatigados y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,28-30).
Ya que aspiramos a ser víctimas de su caridad, es necesario que nos dejemos enraizar en la caridad de Cristo... viviendo sin cesar, a través de todo, con aquel que habita en nosotros y que es caridad (1Jn 4,16). Tiene tanto deseo de asociarnos a todo lo que él es, de transformarnos en él. Cuando esté a punto de impacientarse o de decir una palabra contra la caridad, vuelva hacia él, deje pasar ese movimiento de la naturaleza por darle gusto. ¡Cuántos actos de abnegación, únicamente conocidos por él, podemos ofrecerle! No perdamos ninguno. Para llegar a esta transformación es necesario inmolarse. Mírele bien, apóyese en él, y después llévele su alma, dígale que sólo quiere amarlo, que él haga todo en usted, pues es demasiado pequeña.
Décima estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Jesús decía: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Se
repartieron sus vestidos echando a suertes (Lc 23,34).
Ha dicho el Señor: La llevaré a la soledad y le hablaré al corazón (Os 2,14). ¡He aquí a esa alma entrada en esta vasta soledad donde Dios se hará oír! Su palabra es viva y eficaz, más penetrante que una espada de doble filo; llega hasta la división del alma y del espíritu y hasta las coyunturas y la médula (Heb 4,12). Es, pues, ella directamente la que acabará el trabajo de despojo en el alma; porque ella tiene esto de propio y de particular: es ella la que obra, la que crea lo que hace oír con tal que el alma consienta en dejarse trabajar.
Undécima estación: Jesús es clavado en la cruz
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Era la hora tercia cuando le crucificaron. Con él crucificaron a dos
malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: Tú que destruyes el santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti
mismo bajando de la cruz! (Mc 15,25-27. 29-30).
¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, amarte... hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y te pido que te dignes revestirme de ti mismo, identifica mi alma con todos los movimientos de la tuya, sumérgeme, invádeme, sustitúyeme, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida... Que yo sea una humanidad suplementaria en la que renueves todo tu misterio.
Duodécima estación: Jesús muere en la cruz
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Llegada la hora sexta, la oscuridad cayó sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lamá sabactaní?», que quiere decir: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Y Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró (Mc 15,33-34.37).
Hagamos callar todo, para no oírle más que a él! ¡Es tan bueno el silencio junto al crucificado! Él es siempre el mismo, da siempre. El Señor tiene un deseo inmenso de enriquecernos con sus gracias, pero nosotros le ponemos la medida en la proporción en que nos dejamos inmolar por él, inmolar en la alegría, en la acción de gracias, como el maestro, diciendo con él: ¿No he de beber el cáliz que el Padre me ha dado? (Jn 18,11). El maestro llamaba a la hora de su pasión “su hora”, por la que había venido, a la que él aspiraba con todos sus deseos. Cuando se nos presente un gran sacrificio o también uno pequeño, pensemos inmediatamente que “es nuestra hora”, la hora en que vamos a probar nuestro amor a aquel que nos ha amado demasiado (Ef 2,4).
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
Al caer la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era discípulo de Jesús... tomó su cuerpo y lo envolvió en una sábana limpia (Mt 27,57-59).
Hagamos silencio para escuchar a aquel que tanto tiene que decirnos... He aquí la vida de la carmelita: ante todo, es una contemplativa. Ama tanto al maestro que quiere llegar a ser inmolada como él, y su vida llega a ser un don continuo de sí misma, un intercambio de amor con aquel que la posee hasta querer transformarla en otro él mismo. Es necesario que nuestra divisa sea esta palabra de san Pablo: Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3).
Decimocuarta estación: Jesús es sepultado
- Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
- Porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
José tomó el cuerpo, lo envolvió en un lienzo limpio y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro (Mt 27,59-61).
Todo lo he inmolado sobre el altar de mi corazón a aquel que es un
esposo de sangre (Éx 4,26). Decir que no me ha costado nada estaría muy lejos de la verdad. Cuanto más se da a Dios, tanto más se entrega él. Despojarse, morir a sí mismo, perderse de vista, a esto me parece que se refería el maestro cuando decía: Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y se renuncie (Mt 16,24). He aquí la muerte que Dios pide, de la que se dice: La muerte ha sido absorbida por la victoria (1Cor 15,54). ¡Oh, muerte, yo seré tu muerte, dice el Señor (Os 13,14), es decir: ¡Oh, alma, mi hija adoptiva, mírame y te perderás de vista; vuélcate toda entera en mi ser, ven a morir en mí, para que yo viva en ti!
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