El domingo cuarto de Cuaresma (ciclo "a") se lee el evangelio que narra la sanación del ciego de nacimiento. Los discípulos preguntan a Jesús si su enfermedad estaba causada por algún pecado personal o por los pecados de sus padres.
Sus contemporáneos pensaban que Dios premiaba a los buenos con salud y riqueza y castigaba a los malos con pobreza y enfermedades, por lo que dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Pero Jesús rechaza ese prejuicio.
Jesús, al curar al ciego, da una enseñanza importante: «Yo soy la luz del mundo». San Juan la profundiza cuando afirma: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió» (Jn 1,1ss).
Jesús, al curar al ciego, da una enseñanza importante: «Yo soy la luz del mundo». San Juan la profundiza cuando afirma: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió» (Jn 1,1ss).
El mismo evangelista explica el motivo del rechazo: «Prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz» (Jn 3,19-21).
Por eso, la curación de la ceguera es el signo de que Cristo quiere abrir nuestra mirada interior, para limpiarnos del pecado y darnos la fe.
Como sucedió con la samaritana, en el ciego se produce un progresivo descubrimiento de la identidad de Jesús: lo llama sucesivamente «ese hombre», «un profeta», «un enviado de Dios», para terminar postrándose ante Él, aunque esto le conlleve persecuciones y ser expulsado de la sinagoga.
Como sucedió con la samaritana, en el ciego se produce un progresivo descubrimiento de la identidad de Jesús: lo llama sucesivamente «ese hombre», «un profeta», «un enviado de Dios», para terminar postrándose ante Él, aunque esto le conlleve persecuciones y ser expulsado de la sinagoga.
En los fariseos, por el contrario, se da un endurecimiento también creciente, por lo que Jesús los llama ciegos, ya que se niegan a comprender; es decir, no quieren ver.
Nos encontramos con un fuerte contraste: por un lado, el ciego se abre progresivamente a la luz del sol y a la luz de la fe; por otro, los que pueden ver se cierran a la luz de Cristo y entran en una oscuridad cada vez mayor.
Mezclando tierra y saliva, Jesús hace barro. Este gesto recuerda la creación del hombre (cf. Gén 2,7). Como Adán fue formado con barro de la tierra y sobre él Dios sopló su Espíritu, para convertirlo en ser vivo, Jesús aplicó el barro a los ojos del ciego, para darle la vida de la fe.
A continuación, le dijo: «Ve a la piscina de Siloé – que significa "enviado" – y lávate». El nombre de la piscina es importante. Por eso el evangelista lo traduce del hebreo, para que todos sus lectores lo puedan entender: «Siloé, que significa "el enviado"».
Se trata de algo más que de una simple aclaración filológica, ya que el “enviado” es Jesús. El mismo que, una vez resucitado, enviará a sus apóstoles para que continúen su obra: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21).
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