Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 22 de marzo de 2023

La misa explicada paso a paso


Dice el concilio Vaticano II que «la eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11), porque en los demás sacramentos se nos ofrece la gracia de Cristo, pero en este es Cristo mismo el que se nos entrega.

Jesús celebró la primera misa de la historia en la Última cena, cuando tomó el pan y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros” y después tomó el cáliz y dijo: “Esta es mi Sangre, derramada para el perdón de los pecados”. Después añadió: “Hagan esto en memoria mía”.

Ritos introductorios

A pesar de su brevedad, tienen su importancia. Dejamos de lado algunos ritos opcionales (procesión de entrada, incensación del altar, monición de bienvenida) y nos centramos en los ordinarios.

LA SEÑAL DE LA CRUZ. Al empezar la misa (y muchas otras actividades), decimos: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén», al mismo tiempo que realizamos la señal de la cruz.

Los esclavos llevaban tatuada en su brazo la marca de su amo (como sucede hoy con las reses). Al hacer la señal de la cruz, recordamos cuál es nuestra marca y a quién pertenecemos: al que murió para hacernos libres, al que se hizo esclavo nuestro por amor y dio su vida por nosotros en la cruz.

Cuando, al hacer la señal de la cruz, decimos «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», estamos significando una consagración, una pertenencia a la Santísima Trinidad. Ya fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; es decir, fuimos consagrados «al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Cada vez que hacemos la señal de la cruz con esa fórmula, tomamos conciencia de que pertenecemos a Dios, somos suyos, estamos marcados con su sello.

LITURGIA PENITENCIAL. A la señal de la cruz, con la que afirmamos nuestra pertenencia a Dios, sigue el acto penitencial, en el que tomamos conciencia de que no siempre hemos vivido como verdaderos cristianos. Por eso, antes de participar en la eucaristía, pedimos perdón.

GLORIA. Es un antiguo himno de alabanza, inspirado en el canto de los ángeles la noche de Navidad, que se entona las fiestas y los domingos, excepto en Adviento y Cuaresma.

ORACIÓN COLECTA. Se llama así porque «recoge» las ideas principales de la fiesta del día. Si no supiéramos qué fiesta estamos celebrando, bastaría escuchar esa oración inicial: «Oh, Dios que nos concedes celebrar la fiesta del nacimiento de tu Hijo... Al celebrar la fiesta de la Virgen del Carmen, te pedimos... Mira con amor a estos hijos tuyos, que van a unirse en santo matrimonio...»

Primera parte: liturgia de la Palabra

La eucaristía es una sola mesa para alimentarnos con el pan de la palabra y el pan de la eucaristía. Todos saben que la fórmula química del agua es H2O. Nadie dirá que el hidrógeno es más importante que el oxígeno en el agua. Se necesitan los dos para que se forme el líquido elemento. Lo mismo pasa en la misa: sus dos partes (liturgia de la palabra y liturgia de la eucaristía) son igualmente necesarias y forman un solo acto de culto.

LECTURAS. Normalmente los domingos hacemos tres lecturas (una del Antiguo Testamento, otra del Nuevo y otra del evangelio) y los días de diario hacemos dos. Están organizadas de tal manera que, si vamos a misa durante tres años todos los domingos, habremos leído los textos principales de todos los libros de la Biblia. Si vamos a misa de diario durante dos años también habremos leído los textos más representativos de todos los libros bíblicos.

Los domingos están organizados de tal manera que un año leemos el evangelio de S. Mateo, otro el de S. Marcos y otro el de S. Lucas. El de S. Juan lo reservamos para las grandes fiestas (Navidad, Pascua...). Además, al ser S. Marcos el evangelio más corto, no da de sí para todos los domingos de un año, por lo que durante algunas semanas del año que toca S. Marcos, también leemos a S. Juan.

Si en la misa quitamos las palabras que nos enseñan cómo tenemos que vivir, perdería gran parte de su sentido. La Palabra de Dios nos enseña cómo tenemos que comportarnos y nos denuncia cuando no somos honestos. Por eso las lecturas no son una ceremonia más, hay que escucharlas con fe, porque cumplen lo que anuncian y tienen poder para salvarnos.

HOMILÍA. El papa Francisco, en la Evangelii Gaudium (nn. 135-144) enseña: «Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro».

CREDO. Los domingos y las solemnidades, después de la homilía renovamos nuestra fe, con la fórmula del Credo, que es un resumen de las verdades reveladas: Dios Padre creador, Dios Hijo salvador, Dios Espíritu Santo santificador, la Iglesia, los sacramentos y la vida eterna.

ORACIÓN DE LOS FIELES. Elevamos a Dios súplicas por la Iglesia y por la sociedad civil, especialmente por los que más sufren, por los presentes y por los ausentes, por los vivos y por los difuntos, para que Dios tenga misericordia de todos.

Segunda parte: liturgia eucarística

En la última cena, Jesús consagró el pan y el vino. En la cena pascual se utilizaban otros alimentos (verduras amargas, cordero, dulces...). De ellos Jesús solo tomó el pan y el vino para darles un sentido nuevo, muy concreto. Estos son los dones que la Iglesia presenta sobre el altar, en fidelidad a su Señor, que nos mandó: «Haced esto en conmemoración mía». En el pan y vino consagrados, se hace presente Jesús resucitado para ser nuestro alimento y compañero de camino.

OFERTORIO. ¿Por qué eligió Jesús pan y vino para darnos su Cuerpo y su Sangre? El pan de trigo es el alimento fundamental en la cuenca mediterránea. El más barato, el más abundante y el más necesario. Si Jesús hubiera vivido en América, habría utilizado las tortillas de maíz. Si hubiera vivido en África, habría usado la masa de mijo (cereal parecido al alpiste). Si hubiera vivido en Asia habría utilizado el arroz. En todas las culturas hay algún cereal que se utiliza como alimento básico de la población: fácil de cultivar y de preparar, rico en hidratos de carbono, altamente digestivo. Jesús vivió en Israel y su alimento básico era el pan de trigo, y este es el que usó en la última cena y el que eligió para darnos su propio Cuerpo como alimento. El pan es símbolo de lo necesario para vivir, es humilde y sencillo, se puede comparar con la prosa de cada día.

Con el vino sucede algo parecido: es la bebida que normalmente se usaba en la cuenca mediterránea para celebrar las fiestas (en otros lugares se bebía cerveza u otros licores). En Israel no se bebía vino todos los días, sino solo en la cena de los sábados y en los días de fiesta. El vino representa lo extraordinario, la fiesta, la poesía.

El pan es «fruto de la tierra», obra de Dios, que la ha preparado durante millones de años para que llegara a ser morada de sus hijos. La semilla depositada en la tierra germina gracias al agua de la lluvia y al calor del sol. De alguna manera, en el pan está presente toda la creación: El sol, a la distancia exacta de la tierra para que pueda surgir la vida, el agua que fecunda la tierra, el ciclo de las estaciones, la semilla que germina en el momento oportuno… Esto no solo asombraba a los miembros de sociedades agrarias. Nos asombra también a nosotros si pensamos en la complejidad de la creación. Lo podemos explicar con causas físicas o podemos descubrir detrás de todo el proyecto amoroso de Dios: «Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. La acequia de Dios va llena de agua; preparas sus trigales, riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja esponjosos, bendices sus frutos; coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia» (Sal 65 [64],10-12).

El pan también es «fruto del trabajo del hombre», de todos los hombres. Para confeccionar un poco de pan han colaborado muchas personas: campesinos que lo han sembrado y cosechado, mecánicos que han puesto a punto las máquinas, transportistas, panaderos, repartidores, tenderos. Se añade el trabajo intelectual de otros. Un día alguien inventó el cultivo. Más tarde, otro inventó la extracción y elaboración del hierro y otros muchos lo perfeccionaron. Alguien inventó el arado. Más tarde se descubrieron otras fuentes de energía: gasolina para las máquinas, electricidad para los hornos... ¡Cuántos inventos sucesivos se dan cita en un pedazo de pan! Es fruto del trabajo del hombre, y como tal te lo ofrecemos, como cosa nuestra.

Es verdad que tú nos lo has dado, «lo recibimos de tu generosidad». Tú nos has dado la tierra; pero la tierra no daría pan sin el trabajo del hombre. Nos has dado las fuerzas para trabajar y la inteligencia para inventar. Por todo ello queremos darte nuestro reconocimiento y gratitud. Un reconocimiento que no humilla, antes exalta, porque nos permites llegar hasta ti con nuestros dones. Recibe nuestro pan: «ahora te lo presentamos».

PREFACIO. Después del ofertorio y de la oración sobre las ofrendas, tiene lugar el prefacio, que comienza con el diálogo:

– El Señor esté con ustedes. – Y con su espíritu.
– Levantemos el corazón. – Lo tenemos levantado hacia el Señor.
– Demos gracias al Señor, nuestro Dios. – Es justo y necesario.

A continuación vienen los motivos por los que damos gracias a Dios, y que cambian según las fiestas: «porque en el nacimiento de tu Hijo nos has hecho partícipes de su divinidad... porque nos permites celebrar la fiesta de santa Teresa del Niño Jesús... porque por medio del bautismo has convertido a estos hermanos nuestros en hijos tuyos...». El prefacio siempre termina con el canto del Santo, que es un eco del canto de los ángeles ante el trono de Dios, tal como Isaías escuchó durante una visión.

EPÍCLESIS. El sacerdote impone las manos sobre las ofrendas y pide a Dios que envíe el Espíritu Santo para que Jesús se haga presente en el pan y en el vino. Invocamos a Dios para que él realice una obra que está por encima de nuestras capacidades: «Envía, Señor, tu Espíritu, para que este pan y este vino sean el Cuerpo y la Sangre de Jesús, nuestro Señor». Hemos de notar que pedimos al Padre que envíe al Espíritu para que haga presente al Hijo. Exactamente lo mismo que sucedió en la encarnación del Señor.

ANÁMNESIS-MEMORIA-CONSAGRACIÓN. «Anámnesis» es una palabra griega que significa «recuerdo». Se aplica a esa parte de la eucaristía que consiste en traer a la memoria lo que Jesús hizo por nosotros y lo que nos mandó en la última cena.

La eucaristía, además de acción de gracias, es memoria. Son las dos caras de una sola moneda. A una persona que nos ha hecho un gran beneficio le estamos agradecidos. La eucaristía es recuerdo agradecido del que nos salvó la vida. Recordamos y celebramos con agradecimiento la muerte y resurrección del Señor, el sacrificio por el cual se nos perdonan los pecados.

Después de las palabras de la consagración, tenemos una larga oración por los vivos y los difuntos, y por la unidad de todos los creyentes, suplicando la intercesión de la Virgen María y de todos los Santos.

Como conclusión, el sacerdote aclama, diciendo: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos». El pueblo responde: «Amén», que significa al mismo tiempo «así es» y «así sea». Es una confesión de fe y una súplica.

PADRE NUESTRO Y RITO DE LA PAZ. Antes de acudir a comulgar con el Cuerpo de Cristo, recitamos el Padrenuestro y nos damos la paz unos a otros. Del reconocimiento de Dios como Padre, pasamos al reconocimiento de los otros como hermanos. La paz no es solo un gesto de urbanidad o de amistad. Es un gesto comprometedor. No podemos ir a comulgar con Cristo si no estamos en actitud interior de comunión con el hermano.

COMUNIÓN. Llamamos «comunión» al acto de recibir el pan eucarístico consagrado, el Cuerpo de Cristo. Aunque toda la misa nos pone en común-unión con Jesús, hemos de reconocer que el momento culminante es cuando Jesús mismo, bajo las especies del pan y del vino, entra sacramentalmente en nosotros.

En realidad, la comunidad cristiana comparte un doble banquete, en el que se alimenta con: 1- las lecturas de la Palabra de Dios y 2- el pan y vino consagrados.

Ritos conclusivos

Después de la comunión, es conveniente recogerse interiormente para dar gracias al Señor. Nos encontramos en el momento más oportuno para orar, ya que tenemos la certeza de que Jesús está presente dentro de nosotros y nos escucha. A la acción de gracias, sigue la oración final, la bendición y la despedida.

BENDICIÓN FINAL. La eucaristía concluye con una bendición del sacerdote, mientras invoca a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, mientras todos realizamos el signo de la cruz, como al inicio.

Cuando el hombre bendice a Dios, solo puede reconocer y agradecer sus dones. Pero cuando Dios bendice al hombre, pronuncia una palabra eficaz, que cumple lo que anuncia.

El que hizo cielo y tierra, el que transformó frutos de la tierra en el cuerpo glorificado de su Hijo, nos bendice. El Cuerpo de su Hijo, que ya nos ha dado, es garantía y fuente de todas las bendiciones que Dios nos entrega en Cristo: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones!» (Ef 1,3).

Como nuestra vida se realiza en el trabajo de cada día, invocamos la bendición de Dios para que sea fecundo: «haz prosperar la obra de nuestras manos». La eucaristía es una pausa en nuestras tareas. Cuando vamos a reemprenderlas, nos inclinamos para recibir la bendición de Dios para nuestras tareas: corporales, intelectuales, espirituales...

Nuestra vida cristiana «crece y se multiplica» por efecto de la bendición de Dios, con la esperanza de la bendición final. «Para eso habéis sido llamados, para heredar una bendición» (1Pe 3,9). Como Jacob heredaba de Isaac la bendición divina, e Isaac de Abrahán, así nosotros heredamos por Cristo la bendición del Padre. Ahora como prenda y promesa; un día escucharemos: «Venid los bendecidos por mi Padre a poseer el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo» (Mt 25,34).

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