Su padecimiento es evocado por el profeta Jeremías (31,15) para explicar el dolor de Jerusalén cuando sus habitantes fueron llevados al destierro.
San Mateo lo aplica al sufrimiento de las madres que perdieron a sus hijos por la violencia de los soldados del rey: «Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento; es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen» (Mt 2,18).
La celebración de una memoria del martirio de los niños de Belén, por orden del rey Herodes, está testimoniada por primera vez en el calendario de Cartago, del año 505, aunque ya muchos padres lo habían exaltado.
Al recordar la degollación de los Inocentes, la Iglesia pone su mirada en Cristo, que se ha hecho voluntariamente débil, y toma la firme decisión de ayudar siempre a los desvalidos.
En esta fiesta, la Iglesia invita, especialmente, a defender los derechos de los niños.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) recuerda que «la estrella de Belén es, incluso hoy, una estrella en la noche oscura. Esteban, el protomártir, el primero que siguió al Señor en el martirio, y los niños inocentes, los bebés de Belén y de Judá, brutalmente degollados en las manos de los crueles verdugos, forman el séquito del Niño en el pesebre».
Los ángeles anunciaron la paz a los hombres y el Príncipe de la paz la entrega a los que creen. Pero no todos lo aceptan. Por el contrario, desde el principio, muchos lo rechazaron y persiguieron. La crueldad de Herodes es imagen de todas las violencias realizadas contra personas inocentes.
Tanto al tirano le place
hacer de su orgullo ley,
que, por deshacer a un Rey,
un millar de reyes hace.
Hace reyes de excelencia
con cabezas coronadas,
pues son coronas logradas
el martirio y la inocencia.
Con los niños desvalidos
hace de su fuerza alarde
y, como es solo un cobarde,
no espera a verlos crecidos.
Por matar a un enemigo
siembra de sangre Belén,
y en Belén, casa del trigo,
no muere un Rey, nacen cien.
Y así su cólera loca
no puede implantar su ley,
pues quiere matar a un Rey
y corona a cuantos toca.
La furia del mar así
no puede vencer jamás,
pues, cuando me hiere a mí,
estás tú, Señor, detrás.
Estás para convertir
en corona cada muerte,
para decirnos que el fuerte
es el que sabe morir. Amén.
Dios nuestro, que concediste a los mártires Inocentes proclamar en este día tu gloria, no de palabra, sino con su muerte, ayúdanos a dar testimonio de nuestra fe, no solo con nuestros labios, sino, también, con nuestra conducta diaria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.
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