Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 25 de septiembre de 2025

Estampas sorianas


Bajo el cielo de Soria, fuera de las murallas y al otro lado del Duero, se alzan los arcos del claustro del antiguo hospital de los caballeros de san Juan de Jerusalén. Por su situación y sus peculiaridades arquitectónicas, este espacio une Oriente y Occidente, el románico y el primer gótico, la naturaleza y el arte, la historia y la leyenda, la tierra y el cielo, lo visible y lo invisible.

Las formas orientales evocan el misterio del desierto y las cruzadas; la sobriedad castellana susurra la fidelidad de una fe encarnada en la tierra.

Quien entra en este recinto no pisa ruinas, sino un santuario donde la historia se hace plegaria. Cada arco, con su geometría serena, late como un suspiro de eternidad. Este espacio, abierto y silencioso, invita al peregrino a un viaje interior: del ruido al silencio, de la dispersión a la unidad, de la mirada exterior a la contemplación del corazón. Estos muros, levantados por hombres de armas y de fe, son imagen de nuestra vida: frágil y gastada, pero abierta a Dios, sostenida siempre por la gracia.

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Soria tiene un parque urbano, cuyo nombre oficial es "Alameda de Cervantes", aunque todos lo conocemos como "la Dehesa". Estos días se transforma en un templo abierto, donde el otoño pronuncia su homilía silenciosa. Los árboles, que en primavera cantaban con brotes tiernos y en verano ofrecían sombra generosa, ahora dejan caer sus hojas como páginas que se desprenden de un libro ya leído. Cada hoja amarilla, cada crujido bajo los pasos, es una señal de que el tiempo sigue su curso y de que toda vida conoce estaciones de plenitud y de ocaso.

Pasear por sus senderos es entrar en un diálogo sereno con la creación: los bancos invitan al descanso, los caminos se abren como sendas de reflexión, y el murmullo del viento entre las ramas parece recordar al alma que también ella está llamada a despojarse de lo superfluo para quedarse con lo esencial.

La Dehesa, que un día acogió a los rebaños y hoy es hogar de numerosas aves y ardillas, sigue siendo pasto de lo espiritual, prado de encuentro entre la naturaleza y el corazón humano. El otoño, lejos de ser un final, se convierte aquí en promesa: al caer las hojas, la tierra se prepara para acoger la semilla de lo nuevo. Así, bajo la mirada del Creador, cada estación guarda un misterio de vida.

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Bajo la sombra de los viejos muros del monasterio de San Polo, donde aún late el eco de los templarios, se abre el arco que atraviesa el caminante en su senda junto al Duero. La piedra dorada, herida por el tiempo y abrazada por la hiedra, guarda secretos de siglos: plegarias guerreras, silencios de claustro, susurros de río. 

Aquí la historia se mezcla con la leyenda, y los versos de Bécquer resuenan todavía, como si la luna siguiera trazando su rayo fugitivo sobre las almenas desgastadas.

Este paso no es solo un umbral de piedra, es también un umbral del alma. Quien lo cruza, abandona el ruido del mundo para adentrarse en el murmullo del agua y en la música de los álamos, que acompañan la senda hasta San Saturio. El corazón se recoge y late con la nostalgia que cantó Antonio Machado: una tristeza que es amor, un amor que es fidelidad a la tierra, al río, al misterio.

El arco templario es como una parábola de la vida: portal estrecho que invita a cruzar hacia otra claridad. Allí donde antaño resonaban cascos de caballos y campanas llamando a maitines, hoy resuena el paso de los paseantes y turistas. La piedra, gastada y firme, enseña la paciencia; la hiedra, que la envuelve, la esperanza que no cesa de crecer hacia la luz.

Y todo el entorno se vuelve símbolo: el Duero que fluye es la vida que pasa y sueña; los álamos, memoria de amores y promesa de eternidad; las colinas, guardianas silenciosas del misterio. San Polo permanece como un umbral sagrado, donde la belleza se convierte en plegaria y la historia se hace eternidad. Quien atraviesa su arco, no solo entra en un paisaje: entra en el secreto del alma que busca, como el poeta, un rayo de luna y un destello de infinito.

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El Duero, manso en su curso, guarda en su espejo líquido la imagen de la ermita de san Saturio, como si quisiera atesorar en su seno la fe de Soria. El sol, en su declinar, acaricia las rocas y las hojas casi otoñales, tiñéndolo todo de un resplandor dorado que parece anunciar la eternidad.

En este rincón escondido, donde la piedra se abraza con el agua y el cielo, se descubre la unión de lo eterno y lo frágil: el hombre levanta su morada de oración en lo alto, y el río la acoge y la duplica en su reflejo, como diciendo que lo visible y lo invisible no son sino un mismo misterio.

El silencio del lugar invita a la hondura: aquí resuena la llamada de Dios en el murmullo del río, en la quietud de la ermita suspendida entre cielo y tierra. Como san Saturio, eremita junto al Duero, también nosotros somos invitados a retirarnos al corazón, a dejar que la vida, con sus claroscuros, se espeje en Dios, hasta que el alma quede en calma como estas aguas al atardecer.

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Caminar por las calles de Soria es como adentrarse en el corazón del tiempo. Los muros guardan silencios antiguos, resonancias de pasos olvidados y oraciones susurradas en voz baja. Cada piedra desgastada parece recordar que nada de lo terreno dura para siempre, que la vida terrena es un tránsito en el que necesitamos la lámpara de la fe para no perdernos.

Cuando voy a celebrar misa al monasterio de las clarisas, atravieso el túnel que cruza el antiguo palacio de los condes de Gómara. A esas horas, la penumbra envuelve los edificios y la ciudad aún está silenciosa, despertándose del sueño. Como el salmista, el alma susurra: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”.

Al volver a mi convento, una vez terminada la eucaristía, el sol (imagen de Cristo resucitado) ya brilla en lo alto, convertido en promesa de vida, horizonte de plenitud. Se dejan atrás las sombras, los temores y las pesadumbres, y se avanza envuelto en la luz que nunca engaña. 

Allí, en ese arco de piedra, late la certeza de que toda estrechez conduce a la anchura de Dios, y que toda oscuridad es umbral de una aurora. El túnel recuerda lo que el evangelio proclama: que solo se llega a la claridad pasando por la entrega, que la verdadera luz se alcanza al cruzar la oscuridad confiando en aquel que siempre nos está esperando con los brazos abiertos.

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Últimamente, en mi página de facebook, cada día publico una entrada con alguna fotografía comentada de lugares sorianos. No basta con ver, hay que saber mirar para apreciar el mensaje que cada espacio quiere transmitirnos. Recojo aquí algunas de esas entradas, correspondientes a la capital de la provincia.

1 comentario:

  1. Cúantas bellezas las de Soria y ... si Padre atravezar ese túnel inspira recitar interiormente el salmo 23 y todo se vuelve confianza. Vivir la vida en Dios es agregarle entusiasmo al mundo, desde las primicias al comenzar el día hasta la gratitud antes de dormir.

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