Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 30 de octubre de 2022

Origen y desarrollo del culto a los Santos


Como preparación a la próxima fiesta de todos los santos (1 de noviembre), recuperamos esta entrada del año 2012 (¡ya han pasado 10 años!), en la que reflexionamos sobre el origen y la historia del culto cristiano a los santos.

Antes de nada, debemos recordar que la Iglesia celebra el misterio de Cristo en todos los tiempos del año litúrgico. Las fiestas en honor de los santos no forman un ciclo litúrgico independiente, ya que en ellos se prolonga y actualiza la Pascua de Cristo en el tiempo. Hasta el punto de que podemos afirmar que manifiestan la eficacia del misterio de Cristo, capaz de transformar en cada generación a hombres «de toda raza lengua pueblo y nación» (Ap 5,9).

El catecismo, citando la «Sacrosanctum Concilium» del concilio Vaticano II, recuerda la indisoluble unidad entre las fiestas de los Santos y el misterio pascual de Cristo: «Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos, “proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos”» (Catecismo, 1173).

Joseph Ratzinger escribió que los santos son «la verdadera apología del cristianismo, la prueba más persuasiva de su verdad».

Después de acceder a la cátedra de Pedro, afirmó que su testimonio es la fuerza más convincente del cristianismo: «…más incisiva aún que el arte y la imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, solo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud habla sin palabras».

Los presentó como una perenne actualización del evangelio: «Cuando la Iglesia venera a un santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad»; y como los mejores intérpretes de la Biblia: «La interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua […] Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios».

Normalmente, los libros de liturgia colocan el inicio del culto a los santos en la veneración antigua hacia los difuntos y, en ambiente cristiano, en la celebración del «dies natalis» de los mártires (con el sentido de aniversario de su muerte, día de su nacimiento para la vida eterna).

Junto con estas realidades, no podemos olvidar que los israelitas, en sus oraciones, hacían memoria de los antepasados justos, a los que consideraban intercesores ante Dios. Lo podemos ver en varios pasajes de la Biblia:

- Moisés ora por el pueblo, diciendo: «Acuérdate de Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Éx 32,13).

- Los jóvenes en el horno de fuego, dicen: «No nos retires tu amor, por Abrahán, tu amigo, por Isaac, tu siervo, por Israel, tu consagrado» (Dan 3,34-35).

- El salmista ora: «Por amor a David, tu siervo, no des la espalda a tu ungido» (Sal 132 [131],10).

- En polémica con los saduceos, que negaban la resurrección, Jesús mismo citó la Escritura, que pone a los patriarcas por intercesores ante el Altísimo, diciendo: «No es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38).

- Finalmente, el Apocalipsis habla del culto de los redimidos ante el trono de Dios: los veinticuatro ancianos (imagen de los 12 padres de las tribus de Israel más los 12 apóstoles) tenían en sus manos «copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos» (Ap 5,8).

Estas consideraciones bíblicas nos permiten descubrir que el recuerdo que hacía Israel de sus antepasados, convencidos de que ellos están vivos y de que interceden por su pueblo ante el Señor, es la verdadera raíz del culto cristiano a los santos.

La fe cristiana en la vida eterna ha dejado numerosas inscripciones en las catacumbas. Se consideraba a los mártires válidos intercesores ante Cristo, porque habían participado plenamente de su Pascua. Por este motivo, muchos se querían enterrar cerca de sus tumbas, convencidos de que los mártires podrían darles una mano en el momento del juicio.

El amor hacia los que han testimoniado su fe hasta la muerte no interfiere con la fe en Cristo, único salvador. En sus escritos, numerosos Padres de la Iglesia distinguen claramente entre el culto ofrecido a Cristo y la veneración que se tiene hacia los mártires: «Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor» (Martirio de Policarpo 17,3, citado en Catecismo, 975).

San Agustín explica que la Iglesia conmemora a los mártires «para animarse a su imitación, participar de sus méritos y ayudarse con sus oraciones, pero nunca dedica altares a los mártires, sino solo en memoria de los mártires. La ofrenda se ofrece a Dios, que coronó a los mártires».

Pronto, a la veneración de los mártires se unió la de los confesores, que son quienes habían sufrido persecución a causa de la fe, aunque no llegaron a la muerte violenta. Posteriormente, se añadieron las vírgenes, los monjes y los pastores que se distinguieron en vida por su piedad.

La devoción a los santos se desarrolló extraordinariamente en la Edad Media y en el barroco.

La última reforma litúrgica ha conservado en el martirologio el recuerdo de los numerosos santos que han enriquecido a la Iglesia a lo largo de su historia. Sin embargo, solo propone con carácter universal la celebración de unos pocos representantes de las distintas épocas, lugares geográficos y estados de vida. Los demás han sido reservados para los calendarios particulares de las Iglesias locales y de las familias religiosas.

El 1 de noviembre hacemos una celebración conjunta de todos ellos: los que tienen sus celebraciones a lo largo del año y todos los demás, también los que han pasado desapercibidos para los hombres pero ya gozan de la plenitud de la vida eterna.

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