Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 29 de octubre de 2022

Dios tiene misericordia de todos los seres


El evangelio de la misa del domingo 31 del Tiempo Ordinario, ciclo "c", habla de Zaqueo, el recaudador de impuestos que se subió a un árbol para ver pasar a Jesús y de cómo Jesús se invitó a cenar en su casa y de lo que sucedió después.

La historia  ya la conocen y yo la he explicado en la entrada titulada "Zaqueo lo recibió muy contento en su casa" (que pueden consultar aquí). 

Por eso aquí voy a hablar de la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, que habla de la misericordia de Dios hacia todos los seres.

Cuando leemos con atención la Biblia, descubrimos que Dios no «tiene» misericordia, sino que «es» misericordioso, que esa es la característica que mejor lo define.

La predicación de los profetas hizo comprender a Israel que Dios no quiere para el pecador el castigo, sino la vida en su sentido más pleno: el amor, la reconciliación, la plenitud del ser, el gozo, la felicidad: «¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). 

De esta certeza es de donde brota ese estribillo que tantas veces se escucha en los textos bíblicos: «Su misericordia es eterna», repetido en cada versículo del Sal 136 [135].

En el texto de la Sabiduría que se proclama hoy, esta certeza es tan firme, que no solo se aplica a la relación de Dios con Israel, sino con todos los hombres e incluso con todas las criaturas: «Tú te compadeces de todos, porque todo lo puedes, y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se conviertan. Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho, porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado» (Sab 11,23-24).

Encontramos palabras parecidas en otros textos de la Biblia: «El Señor es paciente con los humanos y derrama sobre ellos su misericordia. Él ve y sabe que el fin de ellos es miserable, por eso multiplica su perdón. El hombre se compadece de su prójimo; el Señor, de todo ser viviente» (Eclo 18,11-13).

Es impresionante escuchar que Dios tiene misericordia de todos los hombres y de todos los seres, de todo lo que él ha creado.

Por eso, los cristianos debemos tratar con misericordia a todos los seres humanos, porque todos son nuestros prójimos. Pero nuestra misericordia se debe extender también a las otras las criaturas, al mundo entero.

Hay una mística palestina carmelita descalza, santa María de Jesús Crucificado (Mariam Bawardy), que tenía sentimientos de misericordia hacia todos los seres humanos

Lo más impresionante es que ella sentía compasión de los hombres que sufren, pero también de los animales y de las plantas, de la creación entera. Así la describe una hermana de su monasterio cuando todavía estaba viva: 

«Nosotros no podemos hacernos idea de cuánto sufre a causa de ciertas impresiones sobrenaturales que la inundan tanto a nivel de su cuerpo como de su alma, pero sobre todo a nivel de su alma, sumergiéndola en un mar de amargura. Ella sufre con el dolor de cada nación, de cada individuo, e incluso se deja conmover por el dolor de las bestias que sufren y que sufrirán. En un cierto sentido podríamos decir que ella se compadece de la tierra demasiado árida o demasiado bañada, de los árboles y de las plantas».

Sí, se compadecía de la tierra y del mar, de las plantas y de los animales, porque contemplaba toda la creación como obra de Dios, que ama a todas sus criaturas y las mantiene en la existencia. Por eso decía: «Siento que todas las criaturas, los árboles y las flores están en Dios y también en mí, pues yo estoy en Dios y él está en mí, y todo lo que hay en él está también en mí... Para amar como él ama, yo querría un corazón más grande que el universo».

También san Francisco de Asís se sentía hermano de todas las criaturas: del sol, de la luna, de la tierra, del fuego, de las plantas y de los animales. 

Y san Juan de la Cruz afirma que «las criaturas son como un rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza, potencia y sabiduría, y otras virtudes divinas». Unido a Cristo, lo descubre en todas sus obras y todas le hablan de él:

Mi Amado [está presente en] las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos;
 
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

Siguiendo el ejemplo de los místicos, pidamos al Señor que nos conceda un corazón como el suyo, para que podamos amar a todos los hombres y a todos los seres con su mismo amor.

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