Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 22 de enero de 2022

San Vicente mártir (22 de enero)



San Vicente nació en Huesca, de padres cristianos, en la segunda mitad del siglo III. San Valero, obispo de Zaragoza, lo tomó como diácono a su servicio. Su fervor y elocuencia se hicieron muy pronto populares. 

Su actividad diaconal se desarrolló durante una época relativamente serena y pacífica, que favoreció el impulso expansivo de la Iglesia (el año 270 el emperador Aurelio restablece la unidad del Imperio y Diocleciano en el 284 le da una nueva organización). Ello contribuyó al asentamiento y asimilación pacífica del cristianismo en las regiones ya más evangelizadas, como la Hispania. El concilio disciplinar de Elvira, que presupone un desarrollo y madurez considerables de la Iglesia en España, al menos en la provincia Bética, se celebró en fecha inmediata al 300.

Tras esta situación favorable, se originó una nueva y más sangrienta persecución, decretada por los emperadores Diocleciano y Maximiano. En marzo del año 303 se publicó el primer edicto imperial en este sentido. 

Para llevar a cabo los diversos edictos persecutorios, llegó a España el prefecto Daciano, que permaneció en la Península dos años, ensañándose con crueldad en la población cristiana. 

Daciano hizo su entrada en España por Gerona, encargando allí del cumplimiento de los decretos imperiales al juez Rufino, pasando él a Barcelona y después a Zaragoza. 

Llevó consigo de Zaragoza a Valencia al anciano obispo Valero y a su diácono Vicente, que era el que hablaba por los dos. Pronto se deshizo del obispo, enviándolo al destierro, mientras que a Vicente lo sometió a todo tipo de torturas para provocar su apostasía: potro, garfios, tenazas y fuego. Por último lo envió a prisión, donde murió el año 304.

La crueldad de Daciano y el valor de Vicente sorprendieron a todos los cristianos, que encontraron en su ejemplo fortaleza para superar todas las dificultades. 

La narración de su martirio se puso por escrito y se hicieron numerosas copias que, con el tiempo, fueron exagerando cada vez más, rodeando la figura de san Vicente con un aire de leyenda. 

Los textos y pinturas describen minuciosamente el potro, en el que sitúan a Vicente amarrado de pies y manos a cuatro bestias que tiraban en cuatro direcciones distintas al mismo tiempo. Posteriormente se narra cómo fue apaleado hasta que su cuerpo quedó masacrado y envuelto en sangre. 

El gobernador le pidió que revelara dónde tenía escondidos los libros de las Sagradas Escrituras para quemarlos, a lo que Vicente respondió que prefería morir antes que decirle este secreto. Y vino el tercer tormento: lo extendieron sobre una parrilla con pinchos al rojo vivo. Los verdugos echaban sal a sus heridas para aumentar el sufrimiento. En el tormento, Vicente alababa y bendecía a Dios. San Agustín dice: «El que sufría era Vicente, pero el que le daba tan grande valor era Dios. Su carne, al quemarse, le hacía llorar y su espíritu, al sentir que sufría por Dios, le hacía cantar». 

El tirano mandó que lo llevaran atado a un oscuro calabozo, lleno de cascos de cerámica afilados y vidrios cortantes por el suelo, para impedir que se recostara. El poeta Prudencio dice: «El calabozo era un lugar más negro que las mismas tinieblas; un covacho que formaban las estrechas piedras de una bóveda inmunda; era una noche eterna donde nunca penetraba la luz». 

A medianoche el calabozo se llenó de luz. A Vicente se le soltaron las cadenas. El piso se cubrió de flores. Se oyeron músicas celestiales. Y una voz le dijo: «Ven valeroso mártir, a unirte en el cielo con el grupo de los que aman a Nuestro Señor». Al oír este hermoso mensaje, san Vicente se murió de emoción, el carcelero se convirtió al cristianismo y el perseguidor lloró de rabia al día siguiente, al sentirse vencido por este valeroso diácono.

Daciano mandó tirar su cuerpo a un estercolero, para que lo devoraran las fieras, pero un cuervo lo defendía. Posteriormente ordenó arrojarlo al mar atado a una rueda de molino. Pero las olas lo devolvieron a la playa y una viuda piadosa lo sepultó. 

Su sepulcro fue meta de peregrinaciones, aunque no se sabe bien lo que sucedió con las invasiones musulmanas. De hecho, Valencia, Lisboa, Chrartres, Cremona y Bari, entre otras, afirman que conservan sus restos.

La heroicidad de sus virtudes quedó sancionada por la sangre derramada en los momentos difíciles de la persecución y la Iglesia correspondió con el homenaje de su pronto y extenso culto, testimoniado a lo largo y a lo ancho de la geografía cristiana. 

Conservamos las actas o «passio» de su martirio, un himno del poeta español Aurelio Prudencio, así como sermones de S. León Magno (Roma), S. Ambrosio (Milán), S. Isidoro (Sevilla) y S. Agustín (Africa). 

De S. Agustín se conservan seis sermones «in natali Vincentii Martyris» (en la festividad del mártir Vicente), siendo de él estas palabras: «Hasta donde se extiende el imperio romano o el cristianismo, se celebra con gozo la festividad de san Vicente». 

Tres basílicas dedicadas a su culto en la Roma medieval atestiguan su popularidad. Es mencionado en el canon romano de la misa, en los distintos martirologios y en la letanía de los santos. Su fiesta se celebra el 22 de enero.

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