En el momento de mi consagración religiosa en el Carmelo descalzo, el 21 de septiembre de 1986, el día que yo cumplía 20 años de edad, el provincial nos preguntó a los candidatos: "Hermanos, ¿qué nos pedís?". Y nosotros respondimos: "La misericordia de Dios, la compañía de los hermanos y la pobreza de la Orden".
La misericordia de Dios no me ha faltado nunca. Esa es mi mayor certeza. Espero poder decir un día, con santa Teresa de Jesús, que "antes me cansé yo de ofenderle que él de perdonarme". Mientras llega ese momento, mi esperanza se cimienta sobre su misericordia.
Sobre la compañía de los hermanos podría decir mucho. He convivido con personas de distintas proveniencias y mentalidades. Algunos me han defraudado, pero debo reconocer que mis experiencias positivas son más numerosas y más importantes que las negativas.
Solo puedo dar gracias a Dios por haber conocido y convivido con algunos hermanos que me han enriquecido con sus enseñanzas y con sus ejemplos: los padres José Fernández Marín, Maximiliano Herraiz, Alfredo Saiz, Nicolás García, Jesús Castellano, Camilo Maccise, Pedro Ortega, Tomás Álvarez, Pedro Tomás Navajas, Felipe Sáinz de Baranda...
Desde mi consagración ya han pasado 34 años y cada día experimento con más fuerza la pobreza de la Orden. Hoy no tenemos las fuerzas de entonces. En estos años hemos envejecido y han fallecido muchos, por lo que nos hemos visto obligados a cerrar muchos conventos. Es verdad que hay numerosas vocaciones en África y en Asia, pero en América han descendido mucho y en Europa casi han desaparecido.
El mundo cambia a gran velocidad y no es fácil interpretar correctamente lo que sucede. Las opiniones son muy variadas y contradictorias entre sí. Añorando los tiempos pasados, algunos querrían volver atrás, pero eso es imposible.
La Palabra de Dios enseña: "No preguntes: «¿Por qué el pasado resulta mejor que el presente?». Eso no lo pregunta un sabio" (Ecl 7,10). Efectivamente, el pasado no fue mejor ni peor, solo fue distinto. Algunos lo vivieron con paz y alegría y otros con desazón y tristeza. Lo mismo que sucede hoy.
Las circunstancias externas influyen mucho, pero no son determinantes. Jesús nos ha enseñado que pueden ser felices, bienaventurados, dichosos, los que lloran, los que tienen hambre, los que sufren persecuciones...
La felicidad no proviene de nada externo, sino del saber que mi vida tiene un sentido y que Dios tiene un proyecto para mí, aunque a veces ese proyecto me resulte incomprensible o suponga participar de su cruz.
Yo creo firmemente en ese proyecto de Dios y le doy gracias porque me llamó a primera hora para trabajar en su viña. A veces aprieta el cansancio, pero soy consciente de que "a jornal de gloria no hay trabajo grande" y renuevo mi deseo de servirle con corazón sincero.
Con san Juan de la Cruz, desearía poder ofrecerle una guirnalda "de flores y esmeraldas, en las frescas mañanas escogidas". Pero soy consciente de que muchas veces he derrochado las esmeraldas que él me ha regalado y he dejado que se marchitaran mis flores, por lo que solo puedo presentarme ante él con "las manos vacías", como santa Teresita den Niño Jesús, fiándome de la enseñanza de santa Isabel de la Trinidad, que afirma que "el abismo de mi miseria atrae sobre sí el abismo de su misericordia".
Señor Jesús, te doy gracias por el don de la vida, por tu palabra y tus sacramentos, por mi vocación, por todo lo que he vivido hasta hoy, por todas las personas buenas que has puesto en mi camino y por tus promesas, que superan todo deseo. A ti la gloria por los siglos. Amén.
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