El año 2014 se cumplió el cuarto centenario del nacimiento del hermano Lorenzo de la Resurrección (1614-1691). Con tal motivo, el padre general de los carmelitas descalzos, escribió esta hermosa carta presentando su figura, que hoy vuelvo a proponerles.
En el Capítulo General celebrado en Ávila en el 2009, los hermanos pidieron que en el año 2014, y en los albores del próximo V Centenario del nacimiento de nuestra Madre Teresa de Jesús, se conmemorase el IV centenario del nacimiento de uno de sus hijos espirituales, nacido en 1614, un humilde hermano carmelita no sacerdote; humilde, pero muy querido por muchos cristianos en el mundo, e incluso no cristianos: el hno. Lorenzo de la Resurrección.
Sus escritos, sencillos pero acertados y luminosos, han sido traducidos a varios idiomas y son reeditados hasta el presente.
En 1991, con ocasión del tercer centenario de su muerte, nuestro hermano Camilo Maccise, entonces Prepósito General, escribió una carta memorable sobre la espiritualidad y la misión del hno. Lorenzo. A mi vez, quisiera hablaros brevemente de este hijo del Carmelo a partir de dos grandes períodos de su vida, los dos significativos. Primero, el «joven laico» Nicolás Herman (es su nombre civil), y seguidamente, el «hno. laico OCD», Lorenzo de la Resurrección.
I. NICOLAS HERMAN, JOVEN LAICO
En 1614 –en una fecha desconocida– fue bautizado en la humilde iglesia de la pequeña localidad de Hériménil en Lorraine, entonces gran ducado independiente, ahora en Francia. No se sabe casi nada sobre su medio familiar y su educación en este medio campestre.
Hay un acontecimiento que lo marcó por toda su vida. A los dieciocho años un día de invierno, contemplando un árbol deshojado, y pensando en el despertar cósmico que cada primavera se repite en la naturaleza, Nicolás se sintió impactado por una intuición profunda de la Presencia y la Providencia divinas, fuente de Vida que no cesa de manifestarse. Su inteligencia se vió inundada de una luz totalmente nueva, de una fe renovada. Dios está cerca, presente en todas las cosas. Esta experiencia de Dios vivo lo marcará en lo más profundo de su alma.
Pero la vida era dura en la Lorraine de su tiempo, implicada en la terrible «guerra de los Treinta Años» tan destructiva, devastadora e inmoral. Nicolás se enroló en la armada del gran duque. Y en este período tan ajetreado, su alma perderá la bella visión de sus dieciocho años; más tarde se lamentará de los pecados cometidos, sin que lleguemos a saber en qué consistieron concretamente.
Muchas veces tendrá que enfrentarse cara a cara con la muerte. Herido gravemente en 1635 durante el asalto a la ciudad de Rambervillers, que el duque de Lorraine intenta reconquistar, llevarán a Nicolas a su ciudad natal. Y mientras su cuerpo se restablece, se recuperará lentamente también su alma.
Algún tiempo después, entra en contacto con un ermitaño acogedor y decide compartir con él su vida solitaria. Pero no es este su camino. Sí, en lo que respecta a la intuición del valor de Dios, pero el manantial de la oración no corre como él soñaba. Emigra a París, donde lo encontramos al servicio de un notable. Este tampoco es el lugar donde Dios lo quiere.
Detengámonos por un momento en Nicolás joven laico. En las circunstancias duras, ha aprendido a «conocer la vida» y a «conocer el mundo». En la «lucha por la vida», ha vivido el tumulto de una larga y terrible guerra, el peso y el desgarro de no pocas situaciones angustiosas, la experiencia de la pobreza y del hambre. Ha descubierto igualmente la debilidad de su naturaleza humana, de sus «pecados» de los cuales será consciente toda su vida con humildad, como lo hizo antes que él su madre espiritual santa Teresa de Jesús.
Pero el amor vencerá. Nicolás no merecerá el reproche del Ángel del Apocalipsis: «Te echo en cara que has abandonado tu primer fervor» (Ap 2,4). Soldado, herido, emigrante, obrero, el joven laico redescubrirá su llama de la luminosa divina Presencia de sus dieciocho años. En pleno mundo y en plena lucha, lentamente se desarrolla en él esa alma cristiana y carmelitana que se abre sin límites a Dios, a su gracia, a sus deseos concretos.
Nicolás representa un ejemplo de despertar espiritual, de lenta resurrección: una silenciosa llamada para todos nosotros, una dulce invitación.
II. FRAY LORENZO DE LA RESURRECCIÓN
En París, Nicolás Herman descubre el convento de Saint-Joseph de los carmelitas descalzos, una grande y ferviente comunidad. En junio del 1640, a la edad de 26 años, entra con ellos como «hermano converso» y recibe dos meses más tarde el hábito (un hábito en aquel tiempo bastante diferente del de los frailes clérigos, pues no llevaba capucha ni capa blanca; los hermanos conversos ocupaban entonces los últimos lugares en el refectorio y en el coro).
Toma el nombre de «fray Lorenzo de la Resurrección». Después de dos meses de postulantado y dos años de noviciado, el 14 de agosto del 1642, vigilia de la fiesta de la Asunción de la Virgen, Lorenzo (que tiene ya 28 años) pronuncia sus votos solemnes como «hermano lego». Las Constituciones de la Orden estipulaban que estos hermanos «no clérigos» tenían que ser «devotos, simples, fieles y trabajadores pues estaban llamados a trabajar»; no tienen voz en el capítulo conventual ni participan en la recitación del Oficio de la horas y cuando, debido a sus tareas domésticas, no pueden estar presentes en las horas de oración mental, rezarán otras horas indicadas por el superior, a menudo por la tarde o por la noche.
Un penoso principio, después un gran gozo. He aquí a Nicolás Herman catapultado en un nuevo ambiente, cambio incisivo como podemos reconocer todos en nuestra existencia ya sea secular o religiosa: un traslado, un nuevo empleo, una nueva situación de trabajo, de hábitat, de inserción en la vida comunitaria, familiar, social…
Entrando en una nueva vida con nuevos retos, de nuevo cercanos y nuevas tareas, el hno. Lorenzo no se lanza a ciegas. Sabe que el Dios de la gracia lo espera y quiere entregarse a él sin límites. A una religiosa que conoce bien le escribe (hablando en 3ª persona): «Vd. sabe que su principal cuidado, después de cuarenta años en religión, ha sido el de estar siempre con Dios, de no hacer nada, no decir nada ni pensar nada que pueda disgustarle, sin ningún otro objetivo que el del puro amor».
Pero a un religioso sacerdote, aparentemente su confesor (que está «ampliamente informado» de sus «grandes miserias» como de las «grandes gracias con las que Dios favorece» a su alma), en todo caso un consejero espiritual, le recuerda un aspecto suplementario:
«Cuando entré en religión decidí entregarme totalmente a Dios para remedio de mis pecados y renunciar por su amor a todo lo que no era él. Durante los primeros años me centraba de ordinario en mis oraciones de pensamientos sobre la muerte, juicio, infierno, paraíso y mis pecados. Continué de este modo durante algunos años, permaneciendo cuidadosamente el resto del día, e incluso durante mi trabajo, en presencia de Dios que yo consideraba siempre a mi lado, a veces incluso en el fondo de mi corazón, lo que me producía una tan alta estima de Dios que solo la fe era capaz de colmar en este sentido. Hice lo mismo durante mis oraciones, lo que producía grandes favores y consuelos. He aquí por donde comencé».
Pero, he aquí la otra cara, dolorosa, de su experiencia espiritual: «Os diré, sin embargo, que durante los 10 primeros años he sufrido mucho. La aprehensión que tenía de no ser tan de Dios como yo hubiera querido, mis pecados que siempre saltaban a mi vista, y las grandes gracias que Dios me hacía, eran la fuente de todos mis males. Durante todo este tiempo caía a menudo y me levantaba enseguida. Me parecía que las criaturas y Dios mismo estuviesen contra mí y que solo la fe estuviese de mi parte. A veces me atormentaban los pensamientos que todo era fruto de mi presunción, pues yo pretendía llegar de golpe adonde otros no llegaban sino con mucho esfuerzo, otros pensamientos me decían que ya podía castigarme a voluntad, que no habrá ninguna posibilidad de salvación para mí. Cuando no pensaba sino acabar mis días en estos tormentos e inquietudes, que no han disminuido en nada la confianza que tenía puesta en Dios y que no han servido sino para aumentar mi fe, entonces me encontraba de repente cambiado, y mi alma, que hasta ahora había vivido con este malestar, se sentía con una profunda paz interior, como en su centro y en un lugar de reposo».
De esta carta se puede claramente deducir que fray Lorenzo –que ya está «desde hace más de cuarenta años en la vida religiosa»– ha atravesado una intensa noche del espíritu durante los «diez primeros años» de religioso, y que seguidamente «vivirá treinta años» de «grandes gozos interiores», como dice en la carta a la religiosa ya evocada, carta donde explica más sobre su «práctica» constante de la Presencia de Dios y de los efectos gozosos que él experimenta:
«Él está actualmente tan acostumbrado a esta divina presencia que recibe ayudas continuas en todo tipo de ocasiones. Hace alrededor de treinta años que su alma goza de gracias interiores tan continuas y tan grandes que le apena moderarlas. Si alguna vez está demasiado ausente de esta divina presencia, Dios se hace sentir enseguida en su alma para recordárselo, lo que le ocurre a menudo cuando está sobre todo entregado en sus ocupaciones exteriores. Él responde con una gran fidelidad a estas llamadas interiores: o con una elevación hacia Dios, o con una mirada dulce y amorosa, o con algunas palabras que el amor crea en estos encuentros […]. La experiencia de estas cosas le da tal certeza que Dios está siempre en el fondo de su alma, que él no puede tener ninguna duda, haga lo que haga y suceda lo que suceda».
El espíritu del Carmelo. Notamos que, al entrar en el Carmelo, fray Lorenzo encontró una comunidad ferviente donde el espíritu de la Reforma teresiana estaba bien vivo. En París mismo, los hermanos de Lorenzo han traducido las obras de la madre Teresa y de Juan de la Cruz. En sermones y conferencias o en los consejos de sus superiores y confesores, nuestro cocinero ha tenido que oír a menudo las palabras de nuestra santa madre Teresa recordándonos que no hay que desanimarse en ningún momento «cuando la obediencia os emplea en cosas exteriores: si es en la cocina, entended que el Señor se encuentra entre los pucheros, y os ayuda interior y exteriormente […], lo mismo que el verdadero amante ama en todos los lugares y piensa sin cesar en el amado! […] Pero el recuerda, cuando estamos en la acción, aunque actuemos por obediencia o caridad, no dejemos de volvernos interiormente hacia Dios» (Fundaciones, 5).
En lo que respecta a la armoniosa y fructuosa unión de contemplación y acción, nuestro hno. Lorenzo, él mismo bien activo y profundamente contemplativo, hace acertadas sugerencias a los carmelitas sacerdotes y estudiantes e incluso a nuestras hermanas contemplativas, como a todo cristiano laico o religioso, que esté llamado a llevar a cabo tareas ordinarias y servicio apostólico, tanto el humilde y escondido, como el brillante y apreciado.
El hombre y el guía. Para conocer a fray Lorenzo no hay nada mejor que leer sus «Máximas espirituales» y sus «Cartas», cuyo texto original se acaba de encontrar providencialmente. Se descubre en fray Lorenzo un hombre inteligente, honesto; tiene el espíritu claro y va a lo esencial; su doctrina está fundada en la fe y al mismo tiempo en una profunda experiencia de Dios; su palabra es simple y convincente; lo que dice tiene siempre sentido y es rico de contenido; consulta a veces «libros», como él dice, pues no descuida su nutrida lectura espiritual; se nota que tiene un corazón abierto y una naturaleza recta; tiene sentido del humor y no le da vueltas a las cosas.
Tiene amigos célébres que lo aprecian mucho. El futuro biógrafo de Lorenzo, Joseph de Beaufort, vicario general de Mons. Antoine de Noailles (Obispo de Châlons-sur-Marne y más tarde cardenal de París, con Beaufort de nuevo como vicario general), venía a menudo a consultar al hermano y nos cuenta lo que nuestro cocinero místico le dijo con motivo del primer encuentro: «Dios da luz a los que tienen un deseo verdadero de pertenecerle; si este era mi proyecto, podía acudir a él cuando quisiera sin miedo de molestarlo; y si no es así, que no viniera más a verlo…»
Tosco, dicen algunos testigos de Lorenzo, no en el sentido de maleducado, sino directo, campechano, un obrero sencillo, en breve, que no era amigo de piropos ni de bellas fórmulas…
Beaufort hará el retrato de su buen ‘starets’: «La virtud de fray Lorenzo no lo hacía absolutamente rudo. Se caracterizaba por una agradable acogida que daba confianza y hacía sentir que se le podía hablar de todo y que en él habían encontrado un amigo. Por su parte, cuando sabía con quienes estaba, hablaba con libertad y mostraba una gran bondad. Lo que decía era sencillo, pero siempre apropiado y lleno de sentido. A través de un exterior grosero, se descubría una sabiduría singular, una liberta más allá del alcance ordinario de un pobre hermano lego, una profundidad que iba más allá de lo que se pudiera esperar».
Y es más, tenía «el mejor corazón del mundo. Su buena fisonomía, su talante humano y agradable, su manera sencilla y modesta conquistaron la estima y la buena voluntad de todos los que a él se acercaban. Cuanto más lo visitaban, más descubrían en el un fondo de rectitud y de piedad que no se encontraba en ninguna otra parte. […] Él no era de esas personas que no se doblegan nunca y que consideran la santidad como algo incompatible con las buenas maneras, él se comportaba sin afectación, se hacía uno con todo el mundo y actuaba buenamente con sus hermanos y amigos, si pretender distinguirse».
El gran Fénelon, otro admirador de nuestro cocinero místico, que lo conoció personalmente, declara: «las palabras propias de los santos son diferentes que los discursos de los que han querido pintarlos. Santa Catalina de Génova es un prodigio de amor. El hermano Lorenzo es tosco por naturaleza y delicado por gracia. Yo lo vi y tuve con él una conversación excelente sobre la muerte, cuando él estaba muy enfermo y… muy alegre. Y, dirigiéndose a Bossuet en el curso de sus sutiles litigios sobre la verdadera mística, escribirá: «podemos aprender cada día estudiando los caminos de Dios sobre los ignorantes experimentados. ¿No se podría haber aprendido tanto conversando por ejemplo con el buen hermano Lorenzo?»
Algunas de las ideas maestras de su magisterio. Sin detenernos ahora en su vida teologal, su fe despierta, su confianza inquebrantable, su caridad incondicional, escuchemos al hermano Lorenzo comunicar sus convicciones fuertes y maduras, así como las encontramos en sus «cartas» y «máximas espirituales».
Una larga experiencia personal persuadió a nuestro hermano que la práctica de la presencia de Dios es un medio excelente para intensificar la unión con Dios. A su guía espiritual, explicó –ya lo hemos visto– cómo, después de diez años, pasó de una «oración» más meditativa a un contacto más afectivo con el Señor, presente «en el fondo de (su) corazón», para continuar actuando luego a lo largo del «resto del día e incluso durante (su) trabajo».
Continúa: «No siento pena alguna ni ninguna duda sobre mi estado, pues no busco otra cosa que hacer la voluntad de Dios, que intento cumplir en todo, y a la cual soy tan sumiso que no querría levantar una paja de la tierra contra su voluntad, ni por otro motivo que su puro amor. He dejado todas mis devociones y oraciones que no son de obligación y me ocupo solo de estar siempre en su santa presencia, en la que permanezco a través de una simple mirada general y enamorada en Dios, que podría llamar presencia actual de Dios, o mejor dicho diálogo secreto y silencioso del alma con Dios, que no tiene casi nunca interrupción y que me causa algunas veces satisfacciones y alegrías interiores, y a menudo hasta exteriores, tan grandes que me cuesta moderarlas».
Desde entonces Lorenzo se convierte en un profeta verdadero y apóstol de la vía de la presencia de Dios. Le escribe a una religiosa:
«Si fuera predicador, no recomendaría otra cosa que la práctica de la presencia de Dios; y si fuera director, se lo aconsejaría a todo el mundo, tanto la considero útil y necesaria». «Está en mi sentimiento el saber en qué consiste toda la vida espiritual, y me parece que practicándola como se debe, se vuelve uno espiritual en poco tiempo».
Pero sin esfuerzo, no se obtiene gran cosa. Hace falta «darlo todo por el Todo», estimaba Lorenzo ya entrando en el Carmelo. Para aprender a vivir noche y día en la Voluntad y Presencia de Dios, como nos invita la Regla del Carmelo, hace falta esta «determinada determinación» de la que hablaba santa Teresa de Jesús. El carmelita Lorenzo, hijo espiritual de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz, no lo piensa de otro modo. En la carta, anteriormente citada, dice:
«Si fuera predicador, no recomendaría otra cosa que la práctica de la presencia de Dios; y si fuera director, se lo aconsejaría a todo el mundo, tanto la considero útil y necesaria». «Está en mi sentimiento el saber en qué consiste toda la vida espiritual, y me parece que practicándola como se debe, se vuelve uno espiritual en poco tiempo».
Pero sin esfuerzo, no se obtiene gran cosa. Hace falta «darlo todo por el Todo», estimaba Lorenzo ya entrando en el Carmelo. Para aprender a vivir noche y día en la Voluntad y Presencia de Dios, como nos invita la Regla del Carmelo, hace falta esta «determinada determinación» de la que hablaba santa Teresa de Jesús. El carmelita Lorenzo, hijo espiritual de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz, no lo piensa de otro modo. En la carta, anteriormente citada, dice:
«Sé que para esto hace falta que el corazón esté vacío de tantas otras cosas, queriendo poseerlo Dios solo; y así como él no puede poseerlo solo sin vaciarlo de todo lo que no es él, del mismo modo él no puede actuar en él y hacer lo que quisiera, si nosotros no le entregamos totalmente el corazón para que él haga lo que le plazca..»
Pero, continúa, la unión a Dios, buscada por «amor puro», se hará fuente de gran felicidad: «No hay en el mundo una forma de vida más dulce ni más deliciosa que la conversación continua con Dios; sólo lo pueden comprender quienes la practican y quiénes la saborean».
Esta práctica de la Presencia hay que aprenderladurante toda la vida. Laurent confiesa que él también debió sufrir al principio: «No me ha costado poco este ejercicio que continuaba a pesar de todas las dificultades que encontraba en él, sin turbarme ni inquietarme cuando me distraía involuntariamente. No me ocupaba menos de mi Dios durante el día que durante mis oraciones […] en lo más duro de mi trabajo […] Esta era mi práctica ordinaria desde que estoy en la vida religiosa. Aunque no la he practicado sino con mucha negligencia e imperfecciones, he recibido de ella grandes ventajas. […] Finalmente, a fuerza de repetir estos actos, se nos hacen más familiares, y la presencia de Dios se convierte en algo natural».
El aprendizaje de esta práctica de la Presencia será, por lo tanto, progresivo, pero fiel. Esto es lo que Lorenzo, como buen pedagogo, aconseja a una señora, con tacto y perspectiva a la vez: «Este Dios de bondad no nos pide gran cosa: un pequeño recuerdo de cuando en cuando, una pequeña adoración, tan pronto pedirle una gracia, otras veces ofrecerle sus penas, consolarse con él; durante las comidas y las conversaciones, eleve de vez en cuando hacia él su corazón: el mínimo recuerdo siempre será de gran agrado para él. No hace falta para esto gritar muy alto. él está más cerca de nosotros de lo que pensamos. No es necesario estar siempre en la iglesia para estar con Dios; podemos hacer de nuestro corazón un oratorio en el cual nos retiramos de cuando en cuando para mantenernos allí con él, humildemente y amorosamente. Todo el mundo es capaz de estas conversaciones familiares con Dios, unos más, otros menos, él conoce nuestras posibilidades».
Y, poco a poco, se creará en nosotros la voluntad y la costumbre de dirigirnos con frecuencia a Dios siempre presente. Nos recomienda: «Una gran fidelidad a la práctica de esta presencia y a la mirada interior de Dios en nosotros, que se debe siempre hacer poco a poco, humildemente y amorosamente […] hay que cuidar particularmente que esta mirada interior, aunque solo sea un momento, preceda sus acciones exteriores, que de cuando en cuando las acompañe, y que Vd las concluya todas de este modo. Como es necesario tiempo y mucho trabajo para adquirir esta práctica, no hay que desanimarse cuando se falla, ya que la costumbre se crea solo con el esfuerzo; pero una vez formada, todo se hará con gusto».
A esta profunda unión con Dios quiere llevarnos el hermano Lorenzo; al alma fiel, él abre perspectivas muy bellas y felices: «Esta presencia de Dios, un poco difícil en los comienzos, practicada con fidelidad, actúa secretamente en el alma efectos maravillosos, y atrae abundantemente las gracias del Señor y lo conduce sin darse cuenta a esta mirada simple, a esta mirada enamorada de Dios presente en todas partes, que es la manera más santa, más sólida, más fácil y más eficaz de oración. A través de esta presencia de Dios y esta mirada interior, el alma se familiariza con Dios de tal modo que pasa casi toda su vida en actos continuos de amor, de adoración, de contrición, de confianza, de acción de gracias, de ofrenda, de petición y de todas las más excelentes virtudes. Y algunas veces se convierte en un solo acto que ya no pasa, pues el alma permanece en el ejercicio continuo de esta divina presencia».
Tres meses antes de su muerte, nuestro hermano escribe: «Lo que me consuela en esta vida es que veo a Dios por la fe. Y lo veo de una manera que podría hacerme decir algunas veces: ‘ya no creo, sino que veo, experimento lo que la fe nos enseña’. Y sobre esta seguridad y esta práctica de la fe, viviré y moriré con él. [Y todavía, hablando de la «confianza»] No sabríamos apoyarnos tanto en un amigo tan bueno y tan fiel, que no fallará nunca ni en este mundo ni en el otro».
Después de haber evocado un horizonte tan luminoso, Lorenzo nos lanza este último estímulo, con el que acabaremos nuestra pequeña antología: «Sé que se encuentran pocas personas que lleguen a este grado: es una gracia que Dios concede solamente a algunas almas escogidas, pues a fin de cuentas esta mirada simple es un don que nos ofrece libremente. Pero yo diría para consuelo de los que quieren abrazar esta santa práctica, que él la da ordinariamente a las almas que se disponen a ella. Y si no la da, podemos al menos, con la ayuda de sus gracias ordinarias, adquirir por la práctica de la presencia de Dios, una manera y un estado de oración que se acerca mucho a esta mirada simple».
En cuanto a los escritos de Lorenzo, hasta hace poco disponíamos solo del solo texto impreso, editado por el abad de Beaufort en 1691 y del cual todos los lectores y escritores dependían. Ahora, de forma totalmente providencial se ha descubierto un manuscrito de 1745 que contiene la transcripción de los escritos de algunos escritores religiosos del siglo XVII y al final… también las Cartas y Máximas Espirituales del hermano Lorenzo de la Resurrección.
Todo esto será objeto de una nueva edición crítica de los textos del hermano Lorenzo. Nuestro hermano saldrá todavía más verdadero, libre, y «teresiano», una vez descubierto el estilo hagiográfico que el abad de Beaufort había imprimido a sus escritos. Esto no quita nada del gran reconocimiento que debemos al abad José de Beaufort. Sin él, la posteridad no habría conocido a este hermano laico y sencillo. Él comprendió muy pronto la riqueza espiritual del cocinero místico al que visitó durante un cuarto de siglo, y percibió también la importancia de su doctrina y la influencia apostólica que sus escritos y su ejemplo podrían tener. Lorenzo es un profeta del Sol de Dios que ilumina nuestra vida, siempre que nosotros no prefiramos quedarnos en la sombra.
El hermano Lorenzo ocupa un lugar privilegiado en el corazón de numerosos buscadores de Dios en el mundo entero, incluidos nuestros hermanos protestantes, anglicanos y ortodoxos. Muchos cristianos le aman y lo escuchan y lo veneran como un guía luminoso y un santo auténtico. Por su vida al Sol de Dios y su testimonio radiante, el hermano Lorenzo de la Resurrección, verdadero hijo del Carmelo, continúa hoy su acción benéfica. Él nos lleva a Dios, presente en toda su vida, por la sencillez del amor. No dudemos en acercarnos a él…
Fr. Saverio Cannitrà, o.c.d
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