El prefacio IV del Tiempo Ordinario, que dice así: “Es justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno. Pues aunque no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo, Señor nuestro”.
Este texto nos dice claramente que nuestra acción de gracias no “enriquece a Dios”, pero nos hace bien a nosotros, ¿en qué sentido?
En primer lugar, porque nos hacen comprender que el fin primordial de la oración no es la relajación del cuerpo, ni el control de los sentidos, ni la desintoxicación de la mente, ni aún obtener favores de Dios. La armonía interior y la paz de la conciencia son frutos que se pueden obtener de la oración, pero no su fin ni su justificación. La razón de la oración es Dios mismo. Quien se sabe amado por él, se siente empujado interiormente a dar gracias con todo el corazón a “aquel que nos ha amado primero” y que, con su amor, ha dado sentido a nuestra existencia.
En segundo lugar, porque la oración de agradecimiento es una cura contra nuestro egoísmo natural. Efectivamente, cuando “caemos en la cuenta de que Dios nos ha creado por amor, nos ha redimido por amor y nos ha rodeado de miles de beneficios desde antes de nuestro nacimiento” (cfr. prólogo del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz), solo podemos postrarnos agradecidos en su presencia, sin esperar nada más a cambio, con el único deseo de estar con él.
Esto no excluye la plegaria de petición o de intercesión, pero nos recuerda que lo primero en nuestra relación con Dios tiene que ser el agradecimiento. Solo quien sabe agradecer lo que ya ha recibido podrá seguir recibiendo dones mayores.
Te doy gracias, Padre amoroso, por todos tus dones: por el sol que brilla en lo alto y por las flores del campo, por la lluvia y los pájaros, por mis familiares y amigos, por la fe y la esperanza, por tu Iglesia y los sacramentos, por todo y por siempre. Amén.
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