La crucifixión de Jesús constituye uno de los momentos de mayor humillación de su vida terrena. En la cruz soporta las burlas del pueblo, que lo desafía irónicamente a que demuestre su poder: «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mt 27,40; Mc 15,29). También los miembros del sanedrín insisten en el mismo argumento, ridiculizando su título mesiánico y cuestionando su confianza en Dios: «Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y le creeremos… Que lo libre ahora Dios» (Mt 27,42-43). A estas voces se unen las de los soldados romanos, que también se mofan de él (Lc 23,36). Según los relatos, incluso los crucificados a su lado comienzan repitiendo las mismas blasfemias, sumándose al clima general de desprecio (Lc 23,39; Mc 15,32).
Los evangelistas Mateo y Marcos llaman a esos crucificados «lestai», término griego que designa no tanto a ladrones comunes como a rebeldes o insurrectos contra Roma. Es el mismo vocablo que Juan utiliza para referirse a Barrabás («lestes», Jn 18,40). De este modo, se comprende mejor la escena: Jesús es ejecutado junto a insurgentes políticos porque también él ha sido acusado de sedición y de proclamarse rey. No se trata, pues, de delincuentes comunes, sino de hombres implicados en la resistencia contra el poder imperial. En este contexto, destaca aún más la inocencia de Jesús, que no formaba parte de esos grupos violentos.
Uno de aquellos ajusticiados, al observar la actitud de Jesús, intuye su inocencia. Reconoce que ellos sí han cometido faltas, pero Jesús no. Con una fe humilde, le dirige una súplica conmovedora: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Es posible que este hombre fuera un judío creyente que esperaba el reino escatológico prometido por Dios. Tal vez percibió en Jesús al mesías verdadero, aun viéndolo agonizar. Jesús responde con una promesa que desborda cualquier expectativa: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). No tendrá que esperar al final de los tiempos; la comunión con Cristo será inmediata, fruto de su fe confiada.
Aunque los evangelios no nos transmiten más palabras entre Jesús y los crucificados, este breve diálogo ha marcado profundamente la espiritualidad cristiana. La figura del «buen ladrón» (al que la tradición llama Dimas) se convierte en un símbolo de esperanza para todos los pecadores. Su conversión en el último instante prueba que la misericordia de Cristo puede alcanzar a quien se reconoce indigno y sin méritos. A lo largo de la historia, numerosos autores espirituales han visto en Dimas un modelo de abandono confiado en el amor de Dios.
Santa Teresa de Lisieux, en su comprensión radical de la gracia, encontró en este episodio un apoyo para su enseñanza: no son las obras las que salvan, sino el amor de Cristo acogido con sencillez. En una recreación piadosa, afirma que la misericordia divina es capaz de borrar los crímenes más graves y que Jesús muere también para dar vida a Dimas, a quien introduce ese mismo día en su reino celestial. Esta intuición de Teresa revela la profundidad del misterio: nadie está excluido del abrazo de Dios si está dispuesto a acogerlo con un corazón humilde.
La liturgia recoge esta tradición en una oración entrañable, que pide a Cristo crucificado que mire a los creyentes como miró al ladrón arrepentido: «Señor Jesucristo, que, colgado en la cruz, diste al ladrón arrepentido el reino eterno, míranos a nosotros, que, como él, confesamos nuestras culpas, y concédenos poder entrar también, como él, después de la muerte, en el paraíso. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén».
Texto resumido de las páginas 141-143 de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, "La Semana Santa según la Biblia", Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2017. ISBN: 978-84-8353-819-7.

Amén
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