Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 10 de septiembre de 2021

¿Quién dice la gente que soy yo?


El evangelio del domingo 24 del Tiempo Ordinario, ciclo "b" (Mc 8,27-35), es una oportunidad para reflexionar sobre la identidad de Jesús y nuestra relación personal con él: ¿Quién es Jesús para la gente?, ¿quién es Jesús para los discípulos?, ¿quién es Jesús para mí?

En el centro de los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) encontramos estas preguntas que dividen la historia de Jesucristo en dos partes. 

En el evangelio de Marcos, que consta de 16 capítulos, marca la mitad material del relato. Antes se narran los tres años de actividad pública de Jesús en Galilea: predicación, milagros, victoria sobre el demonio, elección de los discípulos. En esa primera parte son muchos los que lo siguen entusiasmados. 

En cierto momento, tiene lugar el diálogo sobre la identidad de Jesús y el primer anuncio de la pasión. Después, se recoge el viaje definitivo de Jesús a Jerusalén, el de su muerte y resurrección. Cada vez son más los que lo abandonan y menos los que lo siguen, porque no responde a sus expectativas. 

San Juan es testigo de la crisis que se desató entre sus seguidores después de la multiplicación de los panes y del discurso del pan de la vida: «Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?” […] Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6,61ss).

El diálogo de Jesús con sus discípulos tiene lugar en Cesarea de Filipo, la actual Banias, junto a las fuentes del Jordán, a los pies del monte Hermón, en los altos del Golán, en uno de los paisajes más bellos de toda la Tierra Santa. 

Allí había, desde antiguo, un famoso templo en honor del dios Pan y de las ninfas. Herodes el Grande construyó una ciudad totalmente helenizada, con foro, estadio, teatro y otros lugares de diversión y con un santuario imponente en honor del emperador, del que se conservan algunas ruinas. Su hijo Herodes Filipo la transformó en la capital de su reino, dándole el nombre en honor a César Augusto y a sí mismo. 

En esa ciudad, los discípulos pudieron comprobar lo que les ofrecía la sociedad pagana de su época: hermosos templos, abundantes bienes de consumo y numerosos entretenimientos. 

Precisamente allí, Jesús manifiesta que su destino es el servicio y el sufrimiento por amor. Además, añade que sus discípulos también tienen que abrazarse a la cruz y caminar tras él. Muchos ya se habían echado atrás. Ahora, los más cercanos tienen que hacer una opción clara entre el seguimiento de Jesús y el seguimiento del mundo.

Primero, Jesús pregunta a los discípulos qué dice la gente de él (Mc 8,27-30; Mt 16,13-20; Lc 9,18-21). En el evangelio, las opiniones están divididas: unos piensan que es un santo y otros que está endemoniado, unos que es un profeta de Dios y otros que es un embaucador. Los discípulos solo se atreven a exponer las positivas, que identifican a Jesús con un profeta. 

Pero a Jesús no le sirve lo que dice la gente. Pregunta directamente a sus discípulos (y a cada uno de nosotros): ¿Quién soy yo para ti?, ¿qué lugar ocupo en tu vida? 

En los tres evangelios, Pedro contesta en nombre de los doce: «Tú eres el mesías» (Mc 8,29), «Tú eres el mesías de Dios» (Lc 9,20), «Tú eres el mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). San Juan también recoge una confesión similar de Pedro, aunque en otro contexto: «Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). Vemos que hay una progresiva profundización en la identidad de Jesús por parte de los primeros cristianos, la cual queda reflejada en estos textos.

También hoy existen distintas opiniones sobre quién es Jesús. Muchos lo consideran un fundador religioso entre otros, un gran personaje de la antigüedad. Incluso algunos libros lo presentan solo como un personaje del pasado, del que se pueden estudiar sus huellas y su mensaje, pero con el que no se puede entrar en contacto. 

Este es el gran peligro del método histórico crítico. Es una herramienta de trabajo importante, porque Jesús es un personaje de la historia y los evangelistas han escrito sus libros con las imágenes y las maneras de narrar propias de su época, por lo que hay que usarlo en el estudio de la Biblia. Porque la Biblia es una obra humana, escrita por hombres, con los medios propios de su época y de su ambiente, hay que tratarla como un texto literario, estudiando el contexto histórico, las peculiaridades lingüísticas, el proceso de redacción de los textos, los géneros literarios.

Pero también debemos recordar que los estudios «científicos» sobre la Biblia son insuficientes, pues solo abarcan la dimensión humana de la Escritura. Para poder captar su sentido profundo, siempre se debe tener presente que esos textos fueron escritos desde la fe, para transmitir la fe, y que solo alcanzan su verdadero sentido si son leídos con fe. 

Más aún: esos libros escritos por hombres son, al mismo tiempo, textos inspirados, Palabra de Dios dirigida a los hombres, por lo que deben ser leídos teniendo en cuenta esta peculiaridad, que los hace distintos de cualquier otro libro. 

Si se olvida esto, se pueden escribir muchas páginas sobre su origen y evolución, pero no sobre su verdadero significado. Recordemos que «la Palabra de Dios es viva y eficaz» (Heb 4,12), por lo que tenemos que dejarnos interpelar por ella, pues solo el que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el reino de los cielos (cf. Mt 7,24ss).

No se debe olvidar que Jesús sigue vivo y no puede ser encerrado en el pasado. Es verdad que sus discípulos no comprendieron su misterio hasta que recibieron el Espíritu Santo. Esto se ve claramente al estudiar los textos bíblicos. 

Pero nosotros no podemos quedarnos con una comprensión imperfecta, parcial. Hemos de acoger el resultado final del proceso de profundización que llevó a los primeros cristianos a descubrir que Jesús es más que un rabino, más que un profeta, más que el mesías político que esperaban sus contemporáneos: Es el Hijo del Dios vivo «que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo» (como confesamos en el credo), que fue «entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25) y que sigue presente entre nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). 

No basta con saber las cosas que hizo. Necesitamos comprender el significado de sus actos, que nos revelan algo de su misterio. Solo eso nos permite entrar en contacto con él, que sigue preguntando: ¿Quién soy yo para ti?, ¿qué lugar ocupo en tu vida? Cada uno de nosotros está invitado a darle una respuesta personal.

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