Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 7 de noviembre de 2021

Beato Francisco Palau, o.c.d. Sus enseñanzas sobre la Iglesia


Quienes conocen la vida y los escritos del P. Francisco Palau (1811-1872) saben que en 1860, en la catedral de Menorca, vivió una experiencia profunda que cambió radicalmente su existencia. No tanto externamente, ya que continuó a hacer lo mismo que había realizado hasta entonces: ascesis, oración, predicación por medio de la palabra hablada y escrita, catequesis, defensa de la Iglesia, acompañamiento espiritual a seglares y consagrados, y otras muchas iniciativas relacionadas con la evangelización y con lo que hoy llamamos pastoral social. Pero sí cambió su percepción de la Iglesia y la interpretación de su relación con ella.

La búsqueda de su “cosa amada”

Desde su infancia, pero más claramente desde que se trasladó a Lérida con 14 años para poder estudiar e ingresar en el seminario (cosa que realizó con 16 años y medio), Francisco tenía claro que quería consagrar su vida al servicio de Cristo y de la Iglesia. Verdaderamente amaba a Dios “con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas” (Dt 6,4). Su amor por Dios iba acompañado de un gran amor al prójimo, lo que le llevó a entregarse generosamente a todo tipo de servicios hacia los hermanos.

Desde su ordenación sacerdotal, alternó los momentos de retiro en soledad y una actividad apostólica desbordante: misiones populares, atención a los ignorantes, a los necesitados, a los endemoniados, a los apestados… Él era consciente de que Jesús había unido de tal manera el precepto del amor a Dios y el del amor al prójimo, que no pueden darse el uno sin el otro. En sus escritos recuerda continuamente el gran mandamiento de Jesús, que él denomina normalmente “la ley de gracia”.

Como buen hijo de santa Teresa de Jesús, Francisco sabía que Marta y María deben caminar de la mano (cf. 7M 4,12) y que todas las recomendaciones de Jesús a sus seguidores se resumen en el mandamiento del amor: “El Señor solo nos pide dos cosas en las que tenemos que trabajar: amor a Dios y al prójimo. Si las cumplimos con perfección, hacemos su voluntad y estaremos unidas con él” (5M 3,7). A ella le gustaba repetir lo que dice san Juan: “El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1Jn 4,20). Estas cosas las conocía muy bien el P. Palau, y también las vivía en modo heroico.

Pero su corazón no terminaba de estar totalmente satisfecho. A veces se sentía confundido: en el tiempo que dedicaba a Dios pensaba que debía ocuparse de los hermanos y en el tiempo que dedicaba a los hermanos pensaba que debía dedicarse a la oración. Le parecía que su corazón estaba dividido entre dos amores y él quería entregarse por entero a un único amor.

Su misma experiencia la han tenido muchos otros carmelitas antes que él. De hecho, la vida del profeta Elías (que es el punto de referencia inicial, del que brota la vida carmelitana y al que el P. Palau hace referencia en varias ocasiones), se puede resumir en dos lemas que han estado siempre presentes en la espiritualidad de la Orden, que habla ininterrumpidamente del “doble espíritu de Elías”: la pasión contemplativa y el servicio apostólico. 

La primera encuentra su expresión en el lema “Vive Dios, en cuya presencia estoy” (1Re 17,1; 18,15). La segunda en el otro lema eliano, que se conserva hasta el presente en el escudo carmelitano: “Ardo en celo por el Señor Dios todopoderoso” (1Re 19,10;14). Cada uno tiene que hacer un camino personal para combinar estas dos realidades, de manera que no se rompa la armonía y que la oración sea apostólica y el apostolado sea orante.

El encuentro con el objeto de sus amores

En el caso de Francisco Palau, fue precisamente la experiencia de 1860 la que le hizo descubrir que su amor a Dios y su amor al prójimo no son dos realidad distintas, sino que se convierten en una en la Iglesia, su “cosa amada”, el objeto final de su amor, en el que Dios y los prójimos forman un único e indivisible cuerpo moral. A la luz de esa experiencia fundante releyó toda su historia y encontró explicación a su insatisfacción anterior. Lo explica en muchos textos, a comenzar con las primeras páginas que hoy conservamos de su libro más personal y representativo, Mis relaciones con la Iglesia, en las que reflexiona sobre su profundo deseo de amar y ser amado y el camino que le llevó a descubrir el objeto último de su amor:

"Desde niño me siento poseído y dominado por una pasión que se llama amor; […] Dios escribió con su propio dedo en las tablas de mi corazón esta ley: Amarás con todas tus fuerzas. Y esta voz eficaz creó en él una pasión inmensa, la que se hizo sentir desde mi infancia y se desarrolló en mi juventud. Yo, joven, amaba con todas mis fuerzas, porque la ley de la naturaleza me impulsaba con ímpetu irresistible. ¿Qué amaba yo? ¿Quién era la cosa amada? […] Dios y el prójimo, o sea, la Iglesia católica se me apareció tan bella como una divinidad. […] Con ella encontré mi dicha y felicidad; yo era feliz. ¡Iglesia santa! […] Veinte años hacía que te buscaba: te miraba y no te conocía, porque tú te ocultabas bajo las sombras obscuras del enigma, de los tropos, de las metáforas […]. ¡Oh, qué dicha la mía! Te he ya encontrado. Te amo, tú lo sabes […]. Mi corazón fue creado para amarte […]. Yo te amo y tú sabes corresponder a mi amor: yo sé que me amas con amor puro y leal, firme e invariable". (Mis Relaciones, fragmentos I-II).

Humildemente confiesa que antes no lo tenía claro y que se sentía dividido en un doble amor: “Yo pensaba que eran objetos separados: no pensaba que Dios y los prójimos fueran cabeza y cuerpo, no creía que la Iglesia fuese mi Amada, no pensaba fueses cosa viva, distinta, ni una entidad o realidad de por sí existente…” (Mis Relaciones… Texto autógrafo, 22,19).

El misterio de la Iglesia venía siendo objeto de su estudio, reflexión orante y predicación desde hacía muchos años. 

Su primera obra, escrita en colaboración con el sacerdote José Caixal (posteriormente obispo de Urgel) y publicada en 1843, es Lucha del alma con Dios, en la que invita a orar por la Iglesia española del momento, sometida a múltiples persecuciones. 

La segunda, escrita en latín en colaboración con el mismo autor y titulada de una forma un tanto barroca La naturaleza de la Iglesia de Dios expuesta por medio de dos metáforas, a saber: la ciudad y el cuerpo natural (1846) es una obra voluminosa que profundiza en la identidad de la Iglesia y en las imágenes para definirla (no solo las recogidas en el título, también otras, especialmente la de mujer, que tanta importancia tendrá en sus escritos posteriores). 

En La vida solitaria (1849) y en El solitario de Cantayrac (1851) habla de “la causa de la Iglesia”, a cuya defensa se ha consagrado. En el Catecismo de las Virtudes (1851-52) también dedica algunos párrafos al tema. Finalmente, en el Mes de María (1860, reelaborada en 1861 y 1862) habla de las virtudes y flores que se ofrecen cada día como de las virtudes y flores de la Iglesia, que se relaciona muy estrechamente con María.

Pero a partir de noviembre de 1860, el padre Palau vivió una relación especialísima de amor con la Iglesia, que tomó forma concreta y real, casi tangible. Así la describe por ejemplo en sus “credos eclesiales”, afirmando: “Tu Amada tiene amor y te ama, tiene ojos y te ve, inteligencia y entiende, lengua y habla, oídos y oye” (Mis Relaciones… Texto autógrafo, 10,5). 

Con distintas palabras lo repite en muchas ocasiones, como cuando dice: “La Iglesia es una entidad y un ser real, como lo es la Virgen María, Eva, Sara, Rebeca y una mujer. No creerlo sería una herejía” (Mis Relaciones… Texto autógrafo, 11,3). 

Y más adelante: “Creo en este cuerpo moral perfecto que eres tú, eres una realidad, una entidad distinta, con vida y movimiento propio; que tienes espíritu y vives, entiendes y amas, que hablas, oyes y ves. Que siendo amada como objeto único digno de amor para el hombre y el ángel, puedes corresponder con amor amando a tus amantes. (Mis Relaciones… Texto autógrafo, 22,20).

Y así la presenta en su último escrito: “Entendemos aquí por Iglesia un cuerpo moral perfecto, […] la congregación de todos los ángeles y santos bajo Cristo, su cabeza […]. No un ser fantástico, sino una cosa positiva, existente en la creación”. (La Iglesia de Dios prefigurada… lámina 4,1).

En sus escritos afirma que la Iglesia “se presentó”, “se manifestó”, “se dio a conocer”, “se reveló”, “me habló”, “me dijo”, “me mostró”… Estos verbos y otros similares no hablan de “algo”, sino de “alguien” que toma la iniciativa, habla y actúa.

Su particular percepción de la Iglesia y su relación amorosa con ella es el elemento más constitutivo de su espiritualidad, además del más original. En “su Amada”, la Iglesia, encuentra la unión armoniosa de su pasión por Dios y por los prójimos.

La “identidad” y la “historia” de la Iglesia

En el evangelio buscó explicaciones y encontró la confirmación a sus intuiciones sobre la Iglesia, que pueden formularse así: Dios ha querido la Iglesia desde siempre; la ha preparado a lo largo del tiempo, de manera que los personajes y acontecimientos del Antiguo Testamento son su prefiguración, su promesa y su anticipo; la ha manifestado a los ojos del mundo en la vida y obra de Cristo, especialmente en su Pascua y en el don del Espíritu Santo en Pentecostés; y en el momento oportuno a él le ha concedido contemplar su belleza y gloria infinitas, que pertenecen desde siempre a la Iglesia, pero que solo se revelarán con claridad al final de los tiempos, cuando su Amada se dejará ver a los ojos de todos tal como es “sin mancha ni arruga” (cf. Ef 5,27), superadas todas las limitaciones y pecados de sus miembros.

Al hablar de la historia de la Iglesia, Francisco Palau habla de cinco etapas, tal como desarrolla en Mis Relaciones… (especialmente en Texto autógrafo, 11):

1- El eterno proyecto de Dios, anterior al tiempo.

2- La preparación histórica desde el primer instante de la creación, especialmente en la historia de Israel y concretamente en algunas figuras femeninas que la preanunciaban.

3- Su manifestación en la vida de Cristo, naciendo con él en Belén, creciendo y tomando forma en su vida pública y revelándose en su misterio pascual y en el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Al comulgar el Cuerpo de Cristo en la Última cena, la Virgen María y los apóstoles son los primeros que se incorporan de manera plena (“moralmente y sacramentalmente”). Cristo, en su descenso a los infiernos unió a su Iglesia a todos los justos que vivieron antes de ese momento. El día de Pentecostés, “el Espíritu Santo bajó en el cenáculo como alma (si así se puede decir) a su Cuerpo, a la Iglesia militante ya organizada y formada, para darle vida, virtud, fuerza, fuego, amor”.

4- A partir de la predicación de los apóstoles, que cumplían el mandato de Cristo, “el cuerpo de la Iglesia, corriendo los siglos su curso, fue tomando en la tierra y en el cielo el desarrollo moral de todos sus miembros, creciendo moralmente, como crece la mujer paulatinamente pasando de la infancia a su juventud y de esta a la edad adulta”. Ese es el camino de la Iglesia en la historia, “entre los consuelos que le vienen de Dios y las persecuciones que le vienen del mundo”, por usar una expresión de san Agustín.

5- Su plena realización y manifestación al final de los tiempos.

Él ya ha entrevisto esa gloriosa realidad final, llena de belleza y de amor, que a los ojos del mundo aún permanece velada, y por eso se convierte en pregonero de una realidad que le hace profundamente feliz y que es la única que puede saciar hasta el fondo la profunda sed de amor y felicidad que hay en todo ser humano.

Él es consciente de que para explicar la identidad de la Iglesia, pero también su historia, necesita las comparaciones con la vida terrena de Jesús y también las imágenes tomadas de su predicación y de otros textos de la Escritura. Lo justifica así:

"Siendo tal nuestra condición sobre la tierra que no podemos percibir las cosas espirituales, celestes, invisibles, eternas, sino bajo las sombras, figuras y especies de lo visible, temporal y terrestre, el Espíritu Santo en las Escrituras sagradas nos presenta la Iglesia tras el velo de las metáforas, entre enigmas y figuras de una ciudad, de una vid, de un jardín cerrado, de un campo, de una grey, de un cuerpo humano; y mirándola por la fe tras las sombras de lo humano, por figuras y especies, nos ha revelado de ella todo aquello que está al corto alcance de inteligencias que viven en carne mortal". (Mis Relaciones… Texto autógrafo, 11,13).

Símbolos para explicar la Iglesia

Esto se aprecia en todas sus obras, pero se ve especialmente en La Iglesia de Dios prefigurada por el Espíritu Santo en los libros sagrados (1865), el último libro que publicó y que de alguna manera es prolongación y culminación de todos los anteriores (aunque solo consiguió realizar el primer volumen de los trece programados).

Allí presenta el misterio de la Iglesia en láminas. Estos son los contenidos de este singular escrito:

La primera lámina se titula: La Suprema Inteligencia concibe y preordena el plano de su Iglesia. Allí afirma que Dios, desde toda la eternidad, “en su mente purísima no solo fijó el plano de la ciudad santa, de la Jerusalén celeste, sino que preordenó el modo y el tiempo de llevar a su última perfección su grande obra”. 

La segunda: El Verbo Eterno edifica la Iglesia en el curso de los siglos.

La tercera: El monte sobre el que está fundada la Ciudad. Comienza su descripción afirmando la profunda relación entre Cristo y la Iglesia: “La Iglesia está en Cristo y Cristo en su Iglesia, siendo los dos una misma cosa; si la Iglesia es una ciudad, Cristo es aquella montaña alta y sublime sobre la que se cree solidísimamente fundada, Cristo es una piedra preciosísima y firmísima: sus atributos e infinitas perfecciones se levantan de ella a semejanza de montes sublimes y altísimos, que circuyendo la ciudad Santa la amparan, defienden y salvan contra las invasiones del espíritu malo. La ciudad y la montaña sobre la que está construida, descansan sobre nubes de gloria, emblema de la divinidad de Cristo”.

La cuarta: La cima del Monte Santo sobre el que está fundada la Iglesia. 

La quinta: Plano de la Ciudad. 

La sexta: La Ciudad y sus dimensiones.

La séptima: Jesucristo, fundamento de la Ciudad. Aquí vuelve a afirmar el núcleo de su doctrina, que repite continuamente: “Repetiremos en el curso de esta obra muchas veces esta grande verdad: Cristo Dios y nuestros prójimos es el objeto de nuestro amor consignado por la ley de gracia que nos dice: «amarás a Dios por ser él quien es, bondad infinita, y a tus prójimos como a ti mismo» [Mt 22, 37]; Cristo con los prójimos constituye un solo cuerpo, una sola ciudad, un reino, una grey; y ese cuerpo moral, ese reino, esa sociedad es la Iglesia santa, y por lo mismo la Iglesia es la cosa amada fijada por la ley. Si la Iglesia es un cuerpo moral, Jesucristo es la cabeza; si una república perfecta, Cristo es su rey y señor; y si una ciudad, él es la piedra suma, angular, fundamental sobre la que descansa y se apoya la ciudad y sus fundamentos”. Como Jesús usó muchas imágenes en sus parábolas para explicar el reino de los cielos, Francisco Palau necesita todas esas imágenes para hablar de la Iglesia, encontrando en cada una de ellas una luz para comprender su misterio. La Iglesia es al mismo tiempo el campo de Dios, su viña, su rebaño, la casa y posada donde acoge al samaritano herido, el edificio construido sobre la piedra angular que es Cristo, la nueva Jerusalén, el Cuerpo de Jesús, su comunidad y su pueblo santo.

La octava lámina: Los doce fundamentos. Aquí, como es natural, habla de los doce apóstoles, pero no se queda solo en ellos, porque la Iglesia es un edificio en continua construcción en el que cada creyente es una piedra viva y los cimientos también se van fortaleciendo con la incorporación de nuevos colaboradores: “En los cimientos de la Iglesia triunfante están representados no solo los doce apóstoles, sino todos cuantos ya sean hombres ya mujeres, en el curso de los siglos han sostenido la Iglesia santa”.

La novena: Uno de los doce fundamentos: san Pedro. Aquí habla del Sumo Pontífice, que está llamado a ser instrumento de unidad en la tierra para toda la Iglesia: “El primero de todos ellos representa a Pedro: «sobre esta piedra yo edificaré mi Iglesia», dijo Jesús a san Pedro. Sus adornos son diamantes o piedras jaspe, que son las más duras que la naturaleza produce. Y conviene sea así, pues que ante esta piedra firmísima y solidísima han caído cuantos imperios y reinos han chocado contra ella, en cumplimiento de aquella palabra «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» [Mt 16,18]”.

Y así continúa en las siguientes láminas presentando los muros, las puertas, las calles, la plaza y otros elementos en los que no solo hace referencia al pasado, sino que encuentra en el mandato misionero de Cristo y en sus promesas el dinamismo para que esa ciudad siga creciendo hasta la consumación final. Concluye insistiendo en que todos los creyentes formamos parte de esta Iglesia santa y al mismo tiempo nos podemos relacionar con ella de una manera personal, concreta, real, como él mismo confiesa que hacía:

"Ya no me es posible ver y contemplar al Hijo de Dios bajo otra figura, noción o idea que como Cabeza, unida en el cielo, en la tierra y en el purgatorio, al Cuerpo santo de su Iglesia. Y por lo mismo, mirando la Cabeza veo en ella a todo el Cuerpo. Por lo mismo, todas mis relaciones con el Hijo de Dios y con su Padre son siempre en relación con su Iglesia". (Mis Relaciones, texto autógrafo, 4,22).

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