Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 22 de febrero de 2023

Hoy comienza la Cuaresma


El Miércoles de ceniza comienza la Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión, de catequesis bautismal, de preparación para la Pascua. En esta entrada repaso y pongo juntas varias cosas que ya he comentado otras veces sobre el Miércoles de ceniza: sus orígenes, su historia y su significado.

El gesto de echarse cenizas sobre la cabeza era común entre los israelitas cuando estaban de luto o hacían penitencia. Lo acompañaban vistiéndose de saco (ropas austeras e incómodas), durmiendo en el suelo y ayunando.

En la Iglesia de los primeros siglos hacían estas cosas los que estaban obligados a la «penitencia pública», a causa de haber cometido algún pecado de especial gravedad.

No es por casualidad que la fórmula de imposición de las cenizas se tomara del libro del Génesis, en donde se narra la expulsión del Paraíso, después del pecado: «Eres polvo y al polvo volverás. Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén» (Gén 3,19s). 

Durante la eucaristía, los pecadores tenían que permanecer en el atrio del templo, expulsados de la Iglesia (verdadero Paraíso) y privados del Cuerpo de Cristo (fruto del verdadero árbol de la vida). Se sentían como si hubieran vuelto a la situación anterior a su bautismo. 

Cuando eran reconciliados, en la celebración del Jueves Santo por la mañana, regresaban al hogar, a la compañía de los santos, anticipo e imagen de la Jerusalén celestial. 

También los catecúmenos debían abandonar el templo después de la liturgia de la Palabra, con la esperanza de poder permanecer dentro cuando recibieran el bautismo en la noche de Pascua. 

Tanto los catecúmenos como los pecadores públicos se sentían excluidos del Paraíso y de la tierra de promisión, que es la Iglesia. Por eso, se disponían a iniciar un camino, no exento de peligros, pero con una meta clara. A diferencia de los que no saben adónde se dirigen, se consideraban peregrinos, deseosos de llegar a su destino, que es la patria verdadera, «el descanso definitivo reservado al pueblo de Dios» (Heb 4,9). 

La Carta a Diogneto, citando a san Pablo, afirma que los cristianos no podemos identificarnos totalmente con el lugar donde nacimos, porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20): «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo».

El actual himno de laudes (versión española), tomado de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, cumbre de la poesía española del siglo XV, recuerda que la vida mortal es un camino hacia la eterna: «Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar». 

La morada definitiva no es camino, sino ciudad permanente. Pero el himno añade que hay que tener cuidado, porque hay peligros en el recorrido que pueden desviarnos. Para no perderse, propone seguir los pasos de Cristo, que ya nos ha precedido y nos espera en la meta. 

La Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un «camino» que queremos recorrer siguiendo los pasos y la enseñanza de Cristo.

A partir del siglo IX empezó a abandonarse la penitencia pública sacramental. Entonces se generalizó la imposición de las cenizas con un significado nuevo: el de la fragilidad de la vida, por lo que se convirtió en una invitación a estar preparados para cuando llegue la muerte. 

El himno del oficio de lectura (versión española), recoge las estrofas más estremecedoras de la misma poesía que en laudes, que subrayan la brevedad de nuestra existencia. Empieza así: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, /cómo se viene la muerte / tan callando». Las cenizas siguen evocando la precariedad de la condición humana.

Desde el siglo XII la ceniza proviene de la quema de los ramos y palmas que se usaron el Domingo de Ramos del año anterior para aclamar a Cristo como rey. 

Los ramos convertidos en ceniza denuncian que hasta nuestros mejores deseos se quedan muchas veces solo en palabras, en propósitos que no se materializan, en polvo y ceniza.

El ministro impone la ceniza mientras dice: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19), o bien: «Conviértete y cree en el Evangelio» (Mc 1,15). Las dos fórmulas recuerdan la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas y necesitadas de conversión.

Este rito subraya, al mismo tiempo, la fragilidad del hombre y la confianza que Dios tiene en él, dándole una nueva oportunidad. 

San Clemente afirma que, en todas las épocas, Dios ha concedido una oportunidad de conversión, un tiempo para el arrepentimiento. Sucedió en tiempos de Noé y en tiempos de Jonás, de ello hablaron los profetas y los evangelistas. De tan variados testimonios hemos de aprovecharnos en este tiempo de gracia. Y añade: «Emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos dones y beneficios de su paz». 

Así pues, la Cuaresma es un «camino» (o una «carrera», en palabras de san Clemente, que evoca 2Tim 4,7) que comienza con la imposición de la ceniza y termina con la renovación pascual. 

Se parte de la aceptación de nuestra fragilidad moral (expuestos al pecado) y física (sujetos a la enfermedad y a la muerte), para llegar a participar en la victoria de Cristo. 

En palabras de san Pablo, es el paso del hombre carnal al espiritual, de guiarse por los instintos a seguir las mociones del Espíritu Santo. El pecador es desobediente, como el viejo Adán; pero está llamado a vivir en comunión con Dios, como Jesús, nuevo Adán. 

Ese es el proceso de conversión que caracteriza la Cuaresma. Los ritos del Miércoles de Ceniza nos lo recuerdan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario