Rosalía García, nacida en Quiroga, un pueblo pequeñito de Lugo, es carmelita misionera teresiana. Ha regresado recientemente de Paraguay, donde pasó casi 40 años ejerciendo la que, desde bien joven, supo que era su vocación: la misión.
Charlamos con ella cuando solo llevaba dos meses en España. Entre visitas a familiares y amigos, nos cuenta cómo han sido estos años desde que llegó al lejano pueblo de Pirayú, donde solo encontró «el cielo por techo y la tierra para poner los pies», además de la generosidad de los más pobres, que compartieron todo con ella y sus hermanas.
La hermana Rosalía profesó con tan solo 20 años y, entonces, nada le hacía pensar que terminaría pasando la mayor parte de su vida junto a algunas de las comunidades indígenas más empobrecidas de Paraguay. Nada, salvo una inquietud misionera, que siempre estuvo ahí y que manifestaba en voz alta cuando compartía confidencias con sus hermanas de congregación durante su labor en el hospital Alonso Vega de Huelva.
La noticia le llegó con una llamada telefónica de la hermana superiora. «Me dijo que la congregación se estaba expandiendo y que había una fundación en Paraguay a la que debía ir… Y me quedé impasible porque no lo creía cierto».
Aunque ni siquiera sabía bien dónde estaba Paraguay, Rosalía tardó poco en dar una respuesta afirmativa. Porque, a pesar de sus circunstancias familiares, por encima de todo estaba su vocación misionera. Y un día de diciembre de 1982 partió hacia Paraguay, de donde solo regresó en los periodos de vacaciones.
¿Qué te pasó por la cabeza cuando supiste que tenías que emprender un viaje que cambiaría tu vida para siempre?
Yo nunca había salido de España; estuve en Amposta, Torrevieja, Paterna, Huelva y, de allí, a Paraguay. Cuando llegué al aeropuerto de Madrid y me quedé sola, noté como si se me hundiera el suelo. Fue como si estuviera en el aire y empecé a pensar en citas evangélicas como «el que pone la mano al arado y vuelve la vista atrás no es digno de mí», y eso me ayudó a tirar adelante y cumplir la voluntad de Dios.
¿Y qué encontraste al llegar a Paraguay, Rosalía?
El 14 de diciembre llegué a Pirayú y encontré un pueblo muy pobre… Y vimos que la atención sanitaria era lo que más falta hacía. Como la hermana Alicia era licenciada en enfermería y tenía estudios de medicina tropical, empezamos con un pequeño dispensario, una «piecita» con lo más indispensable.
Entonces no pasaban quince días sin que muriera una criatura. Morían de diarrea, deshidratados, porque en las creencias de nuestra linda gente estaba que así se limpiaba el cuerpo de todo lo malo. Y, a pesar de la precariedad, conseguimos concienciar a las mamás… Lo que conseguimos en esa «piecita» eran como pequeños milagros de Dios.
Y entonces llegó Manos Unidas y nos mandaron fondos para hacer un hermoso dispensario y seguir con nuestra labor entre los más pobres.
En 1991 das el salto de Pirayú a Paso Yobai, donde has pasado los últimos 30 años de tu vida y donde, entre las comunidades indígenas guaraníes de la etnia Mbya, conoces lo que es la pobreza más extrema…
Nos costó llegar a ellos. Al principio, acostumbrados al maltrato y al desprecio que recibían de la sociedad, nos rehuían con recelo. Pero pronto hubo confianza mutua. Eran cazadores, pero cada vez tenían menos tierras por la deforestación que practicaban los paraguayos y por la contaminación de los ríos provocada por los «brasileiros» y sus cultivos de soja transgénica y fumigaciones. Se quedaron sin peces y sin animales. ¿Cómo iban a sobrevivir, entonces?
Y te acordaste del dispensario de Manos Unidas en Pirayú.
Sí, me dije: «vamos a arriesgar y a hacer un proyecto para trabajar con los indígenas porque, si no, acá no podemos hacer nada». El primer proyecto se hizo en el año y continuamos hasta el 2020 con proyectos de capacitación para las mujeres indígenas. No teníamos un centavo al empezar a trabajar; éramos pobres compartiendo la pobreza absoluta.
Pero desde 2004 hasta 2020 Manos Unidas fue como nuestra caja fuerte. Y tengo un inmenso agradecimiento.
¿En qué consistía ese trabajo?
Empezamos a capacitar en agricultura. Ellos sabían de agricultura, pero desconocían que se pudieran alternar los cultivos… Así, aprendieron a cultivar otras cosas además de la mandioca. Pudimos contratar a profesionales que les enseñaran, porque nosotras no sabíamos hablar el guaraní que ellos hablaban.
La hermana Rosalía profesó con tan solo 20 años y, entonces, nada le hacía pensar que terminaría pasando la mayor parte de su vida junto a algunas de las comunidades indígenas más empobrecidas de Paraguay. Nada, salvo una inquietud misionera, que siempre estuvo ahí y que manifestaba en voz alta cuando compartía confidencias con sus hermanas de congregación durante su labor en el hospital Alonso Vega de Huelva.
La noticia le llegó con una llamada telefónica de la hermana superiora. «Me dijo que la congregación se estaba expandiendo y que había una fundación en Paraguay a la que debía ir… Y me quedé impasible porque no lo creía cierto».
Aunque ni siquiera sabía bien dónde estaba Paraguay, Rosalía tardó poco en dar una respuesta afirmativa. Porque, a pesar de sus circunstancias familiares, por encima de todo estaba su vocación misionera. Y un día de diciembre de 1982 partió hacia Paraguay, de donde solo regresó en los periodos de vacaciones.
¿Qué te pasó por la cabeza cuando supiste que tenías que emprender un viaje que cambiaría tu vida para siempre?
Yo nunca había salido de España; estuve en Amposta, Torrevieja, Paterna, Huelva y, de allí, a Paraguay. Cuando llegué al aeropuerto de Madrid y me quedé sola, noté como si se me hundiera el suelo. Fue como si estuviera en el aire y empecé a pensar en citas evangélicas como «el que pone la mano al arado y vuelve la vista atrás no es digno de mí», y eso me ayudó a tirar adelante y cumplir la voluntad de Dios.
¿Y qué encontraste al llegar a Paraguay, Rosalía?
El 14 de diciembre llegué a Pirayú y encontré un pueblo muy pobre… Y vimos que la atención sanitaria era lo que más falta hacía. Como la hermana Alicia era licenciada en enfermería y tenía estudios de medicina tropical, empezamos con un pequeño dispensario, una «piecita» con lo más indispensable.
Entonces no pasaban quince días sin que muriera una criatura. Morían de diarrea, deshidratados, porque en las creencias de nuestra linda gente estaba que así se limpiaba el cuerpo de todo lo malo. Y, a pesar de la precariedad, conseguimos concienciar a las mamás… Lo que conseguimos en esa «piecita» eran como pequeños milagros de Dios.
Y entonces llegó Manos Unidas y nos mandaron fondos para hacer un hermoso dispensario y seguir con nuestra labor entre los más pobres.
En 1991 das el salto de Pirayú a Paso Yobai, donde has pasado los últimos 30 años de tu vida y donde, entre las comunidades indígenas guaraníes de la etnia Mbya, conoces lo que es la pobreza más extrema…
Nos costó llegar a ellos. Al principio, acostumbrados al maltrato y al desprecio que recibían de la sociedad, nos rehuían con recelo. Pero pronto hubo confianza mutua. Eran cazadores, pero cada vez tenían menos tierras por la deforestación que practicaban los paraguayos y por la contaminación de los ríos provocada por los «brasileiros» y sus cultivos de soja transgénica y fumigaciones. Se quedaron sin peces y sin animales. ¿Cómo iban a sobrevivir, entonces?
Y te acordaste del dispensario de Manos Unidas en Pirayú.
Sí, me dije: «vamos a arriesgar y a hacer un proyecto para trabajar con los indígenas porque, si no, acá no podemos hacer nada». El primer proyecto se hizo en el año y continuamos hasta el 2020 con proyectos de capacitación para las mujeres indígenas. No teníamos un centavo al empezar a trabajar; éramos pobres compartiendo la pobreza absoluta.
Pero desde 2004 hasta 2020 Manos Unidas fue como nuestra caja fuerte. Y tengo un inmenso agradecimiento.
¿En qué consistía ese trabajo?
Empezamos a capacitar en agricultura. Ellos sabían de agricultura, pero desconocían que se pudieran alternar los cultivos… Así, aprendieron a cultivar otras cosas además de la mandioca. Pudimos contratar a profesionales que les enseñaran, porque nosotras no sabíamos hablar el guaraní que ellos hablaban.
Con ese primer proyecto se hizo capacitación de toda índole y fuimos llegando cada vez a más personas, porque sabíamos que teníamos que trabajar con toda la comunidad.
Después construimos la escuela agrícola y otras pequeñas escuelitas, pozos comunitarios, talleres de artesanía, puestos de salud… y trabajamos en la alfabetización de adultos y en la promoción de la mujer, además de apoyarles en sus reivindicaciones.
¿A partir de ahora, dónde vas a ir?
Estoy destinada a una comunidad que la congregación tiene en un barrio marginal de Barcelona. No sé lo que me espera, pero, así como las nubes y los pájaros del cielo no tienen fronteras, tampoco las tiene la fe: sé que allí podré vivir la fe, la vida y la misión.
¿A partir de ahora, dónde vas a ir?
Estoy destinada a una comunidad que la congregación tiene en un barrio marginal de Barcelona. No sé lo que me espera, pero, así como las nubes y los pájaros del cielo no tienen fronteras, tampoco las tiene la fe: sé que allí podré vivir la fe, la vida y la misión.
Entrevistada por Marta Carreño para la revista de febrero-mayo 2022 de Manos Unidas.
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