Teresa de Cepeda y Ahumada nació en Ávila el 28 de marzo de 1515. La bautizaron el mismo día en que se inauguró el monasterio de monjas carmelitas de La Encarnación, donde ingresó 20 años después, y en el que permaneció durante 27 años, hasta que lo dejó para fundar el monasterio de San José en la misma ciudad. Allí estableció una nueva manera de vivir la consagración religiosa.
Hoy, unas 12.000 monjas carmelitas descalzas contemplativas, unos 3.500 frailes carmelitas descalzos, unas 50 congregaciones de religiosas de vida apostólica y varios miles de seglares la llaman su “santa madre” porque se consideran sus descendientes espirituales y quieren dejarse iluminar por sus enseñanzas a la hora de vivir su consagración cristiana.
Teresa se adelantó a su tiempo y al nuestro, porque fue al corazón del evangelio, a los valores que permanecen para siempre. No perdió sus energías en cosas secundarias, sino que se concentró en lo esencial, por eso dice: “Estáse ardiendo el mundo y quieren tornar a crucificar a Cristo, porque ponen su Iglesia por los suelos, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas pequeñas? No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”.
Se puso honestamente frente a Dios, buscando su rostro, sedienta de agua viva. Y descubrió que él se manifiesta a todos los que lo buscan con corazón sincero, que si el alma busca a Dios, mucho más Dios busca al alma, que él es el principal amador en esta historia, que no se cansa de llamarnos y de salirnos al encuentro de mil modos.
Teresa experimentó que “las misericordias de Dios no se han terminado” ni son cosas del pasado, que “él no se cansa de amar ni de perdonar” y que “él castiga nuestros grandes pecados con bendiciones aún más grandes”. Dios se le manifestó como aquel que busca al hombre para comunicarle su vida, que no se desinteresa de nosotros ni se cansa de ofrecernos sus mercedes. Por eso dice: “ya que él no se cansa de dar, no nos cansemos nosotros de recibir”.
Quiso comunicárselo a todos, pero no le resultó sencillo, porque vivió en una época en la que los varones controlaban la historia y las mujeres gozaban de poca consideración social. De todas formas, con paciencia y perseverancia consiguió hacer que su voz se escuchara en muchos ambientes.
Aunque no disponía de los medios de comunicación contemporáneos, se interesó por lo que sucedía a su alrededor, especialmente por la situación de los pobres (“a los que daría hasta el hábito que traigo puesto”, dice), por las guerras de religión (que entonces devastaban Europa) y por la conquista de América (en la que se mezclaban las luces y las sombras). Esto la movió a moverse: “Como si yo pudiera algo, fuime ante el Señor y le pedí que pusiera remedio a tanto mal, ofreciéndome para ayudarle”.
Ella era consciente de que la historia la manejaban unos pocos y de que le estaban cerradas las puertas solo por ser mujer, pero no se desanimó, convencida de que “no es este tiempo de desechar ánimos virtuosos, aunque sean de mujeres”, por lo que se puso manos a la obra: “Me determiné a hacer lo poquito que yo podía”.
Así se convirtió en escritora, en fundadora de monasterios y en acompañante de caminantes, reuniendo en torno a sí personas de varias condiciones (monjas, frailes, sacerdotes y seglares) para que se ayudaran mutuamente a crecer en el servicio de Cristo, para que se “hicieran espaldas unos a otros”.
Las mujeres de la época tenían vedado el acceso a la formación académica, pero ella fue una mujer despierta y curiosa, por lo que aprendió muy pronto a leer y devoró todos los libros que cayeron en sus manos. Más tarde se convirtió también en escritora, a pesar de las oposiciones frontales que encontró y que supo sortear asumiendo una aparente “retórica de la sumisión” para superar la censura, aunque en muchas de sus páginas reivindica el derecho de las mujeres a formarse y a decidir por sí mismas, sin estar sometidas en todo a la tutela de los varones.
Teresa escribió varios libros que hoy son clásicos de la lengua española y de la espiritualidad cristiana, especialmente el Libro de la vida, el Camino de perfección y el Castillo interior (también conocido como Las Moradas), además de numerosas poesías, cartas y otros escritos menores, que desde el principio fueron leídos en copias manuscritas por sus contemporáneos y que se editaron rápidamente después de su muerte. Además, sus obras se tradujeron muy pronto a los otros idiomas europeos y al latín, por lo que su influencia se extendió fuera de las fronteras españolas.
Fray Luis de León escribió: “Yo no conocí ni vi a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra, mas ahora que vive en el cielo la conozco y veo en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros, que a mi juicio son testigos fieles y sin equívoco de su gran virtud; porque la figura de su rostro, si la viera, me mostraría su cuerpo; y sus palabras, si las oyera, me declararían algo de la virtud de su alma; y lo primero era común y lo segundo sujeto a engaño, de lo que carecen estas dos cosas en que la veo ahora”.
Después de hacer el elogio de las carmelitas descalzas, hablando de la manera de escribir de santa Teresa, fray Luis añade que “fue un ejemplo rarísimo; porque en la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y calidad con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma del decir y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale”.
Así que ya lo sabemos: hoy, como entonces, quien quiera conocer el verdadero espíritu de esta mujer tiene dos caminos: la lectura de sus obras y el trato con sus hijas.
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