Santa Teresita del Niño Jesús vivió una profunda solidaridad con los incrédulos, una actitud sorprendente en su tiempo y de gran actualidad para el nuestro. En una época marcada por el auge del anticlericalismo y los inicios del ateísmo militante, Teresa fue testigo de ataques a la fe y del cierre de conventos. Mientras muchos creyentes respondían con desprecio y condena hacia los impíos, Teresa optó por la compasión y la oración.
Desde joven manifestó una ternura especial por los pecadores. Cuando todos clamaban por la ejecución del criminal Pranzini, ella oró por su conversión y lo consideró “su primer hijo”. Cuando el célebre padre Jacinto Loyson abandonó la Iglesia, Teresa ofreció su última comunión por él, al que seguía llamando “mi hermano”. Y cuando el engaño de Leo Taxil (que ridiculizó una fotografía de la santa de Lisieux es una conferencia) escandalizó a los católicos franceses, ella prefirió “sentarse a la mesa de los pecadores” antes que condenarlos.
Esta solidaridad no fue solo afectiva, sino mística. Dios permitió que Teresa experimentara desde dentro la noche oscura de la fe, la oscuridad espiritual que viven las almas sin creer. A partir del Viernes Santo de 1896, junto a los síntomas de su tuberculosis, comenzó también su prueba interior: la ausencia de todo consuelo espiritual, la sensación de un cielo cerrado y de un muro que se alzaba entre su alma y Dios. Sin embargo, lejos de desesperar, Teresa acogió esta oscuridad como una misión: compartir el pan del dolor con los incrédulos, interceder por ellos y permanecer a su lado hasta que la luz de la fe vuelva a brillar.
En esta noche del espíritu, que san Juan de la Cruz había descrito como antesala del matrimonio espiritual, Teresa no duda de la existencia de Dios, pero sufre la pérdida del gozo de creer y la imposibilidad de sentir la esperanza del cielo. Es una prueba de amor puro: sigue confiando y amando a Dios sin ningún consuelo, como Cristo en la cruz. “Tu hija no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura —escribe— hasta que todos los que no han sido iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean brillar”.
Su experiencia no se limita al conocimiento teórico de la incredulidad, sino que se convierte en participación real. Teresa ora en nombre de todos los que dudan, diciendo: “Ten piedad de nosotros, Señor”. Ya no distingue entre creyentes e incrédulos: se siente solidaria con la humanidad entera, herida por la ausencia de Dios.
Su fe, probada en la oscuridad, se hace heroica. En medio de las tentaciones renueva su credo, llega a escribirlo con su sangre y afirma: “He hecho más actos de fe en un año que en toda mi vida”. Su última palabra resume toda su existencia: “¡Dios mío, te amo!”. Así, Teresa se convierte en hermana de los ateos, intercesora de los que no creen y testigo luminoso de una fe que ama incluso en la noche.
Resumen del capítulo 22 de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 133-138).

Muchas gracias por compartirlo
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