Hemos dedicado tres entradas a hablar del Cantar de los cantares, que celebra la belleza del amor humano y se sirve de esta experiencia para hablar de la relación de amor que Dios quiere establecer con cada uno de nosotros.
Se da una estrecha relación entre la interpretación alegórica judía (el esposo es Dios y la esposa es su pueblo Israel) y la interpretación alegórica que hacen los Santos Padres (el esposo es Cristo y la esposa es la Iglesia).
Orígenes (siglo III) es el principal representante de esta interpretación, que él amplía para explicar también las relaciones entre Cristo y el alma del creyente. Así comienza su comentario:
«Este epitalamio, es decir, canto de bodas, tengo para mí que Salomón lo escribió a modo de drama y lo cantó como si fuera el de una novia que va a casarse y está inflamada de amor celeste por su esposo, que es el Verbo de Dios. Lo cierto es que apasionadamente le han amado tanto el alma (que fue hecha a su imagen) como la Iglesia. Con todo, el presente escrito nos enseña, además, qué palabras utilizó personalmente este magnífico y perfecto esposo al dirigirse a su cónyuge, el alma o la Iglesia».
También san Bernardo (siglo XII) hizo una interpretación similar, desarrollando una relación afectiva con Cristo, base de toda su espiritualidad. Entre otras cosas maravillosas, dice así:
«¿Cómo nos amó Cristo? Tiernamente, sabiamente, valerosamente: Su amor fue tierno, porque se revistió de nuestro cuerpo; sabio, porque canceló la culpa; valiente, porque arrostró la muerte... Aprende de Cristo cómo debes amar a Cristo. Aprende a amar entrañablemente, sabiamente y valerosamente… Sea tu amor ferviente, recatado, invulnerable».
A la luz del Cantar podremos entender mejor la espiritualidad esponsal de los místicos. También el sentido de las pruebas místicas, que se cuentan entre las más terribles de la existencia: la noche de los sentidos, la noche del espíritu, la noche de la fe, cuando el hombre va a tientas en busca de un amor que ya posee, pero aún no en plenitud, por lo que desea que se produzca un encuentro definitivo y permanente, tal como canta san Juan de la Cruz (siglo XVI):
«Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero. // Cuando me pienso aliviar / de verte en el Sacramento / háceme más sentimiento / el no te poder gozar. / Todo es para más penar / por no verte como quiero / y muero porque no muero».
También nosotros podemos gozar ya de encuentros breves con el Amado, que se repiten en distintas ocasiones. Estas posesiones momentáneas, limitadas, nos hacen desear un encuentro total y definitivo, cuando se rompa definitivamente «la tela del encuentro»:
«¡Oh noche que guiaste!, ¡oh noche, amable más que la alborada!, ¡oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!...// Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado. / Cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado, / entre las azucenas olvidado» (S. Juan de la Cruz).
Que estas reflexiones sobre el Cantar de los cantares nos despierten a devolver amor a aquel que nos amó hasta el extremo y se ha convertido en mendigo de nuestro amor.
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