La luz y las tinieblas son símbolos universales, presentes en todas las culturas y religiones. En principio, la luz representa todo lo positivo (el conocimiento, la salvación, la vida) y la oscuridad todo lo negativo (la ignorancia, la perdición, la muerte), como podemos ver en numerosos textos.
En las culturas primitivas, muchas ceremonias de iniciación tenían lugar durante la noche, en la que los neófitos eran simbólicamente sepultados en un lugar oscuro, con la esperanza de un renacimiento al volver el día.
Pero los poetas siempre son amigos de jugar con el lenguaje, forzando el sentido original de las palabras, para abrirlas a nuevos significados. A diferencia del lenguaje literal (que es el que usamos ordinariamente para comunicarnos) el lenguaje poético rompe nuestros esquemas, uniendo términos aparentemente contradictorios.
Pero los poetas siempre son amigos de jugar con el lenguaje, forzando el sentido original de las palabras, para abrirlas a nuevos significados. A diferencia del lenguaje literal (que es el que usamos ordinariamente para comunicarnos) el lenguaje poético rompe nuestros esquemas, uniendo términos aparentemente contradictorios.
Así, por ejemplo, en el ámbito concreto que estamos tratando (la luz y la oscuridad), san Juan de la Cruz cita el «rayo de tiniebla» del Pseudo-Dionisio Areopagita (2S 8,6; C 14-15,16), y lo transforma en «la tenebrosa nube / que a la noche esclarecía» (P 8). Una noche, al mismo tiempo oscura y luminosa, ya que Dios nos ilumina oscureciéndonos (cf. 2N 12,4).
De por sí, la noche es una realidad ambivalente. Por un lado, evoca la oscuridad y el peligro, especialmente antes de que se dispusiera de luz eléctrica. Por otro lado, evoca la belleza del cielo estrellado y el encanto de los objetos en penumbra a la luz de la luna. Ambos aspectos se encuentran en los textos sanjuanistas.
Veamos el primero: En la antigüedad, la noche en el campo estaba caracterizada por el aullido de los lobos y de otras alimañas similares y, en los ambientes urbanos, era el ambiente en el que se movían los maleantes. Juan de la Cruz asume este sentido, y subraya los sufrimientos que conlleva la noche, por lo que la adjetiva como «oscura» (2S 6,1; 24,5; 1N 1,1; 2N 9,2, etc.), «amarga y terrible» (1N 8,2), «noche de sequedades» (1N 9,9), «seca y oscura» (1N 12,2; 13,1), «tempestuosa y horrenda» (2N 7,3), «encubridora de las esperanzas de la luz del día […] con esos dolores que en despedazar al alma ni cesan ni duermen» (2N 9,8).
Este símbolo bien puede unirse a la imagen bíblica del camino por el desierto, identificando ambos con las experiencias de sufrimiento físico, psicológico o moral: la pobreza, el hambre, la soledad, el amor quebrantado, la depresión, el silencio de Dios… Así lo interpreta, por ejemplo, san Juan Pablo II:
«El doctor místico llama hoy la atención de muchos creyentes y no creyentes por la descripción que hace de la noche oscura como experiencia típicamente humana y cristiana. Nuestra época ha vivido momentos dramáticos en los que el silencio o ausencia de Dios, la experiencia de calamidades y sufrimientos, como las guerras o el mismo holocausto de tantos seres inocentes, han hecho comprender mejor esta expresión, dándole además un carácter de experiencia colectiva, aplicada a la realidad misma de la vida y no solo a una fase del camino espiritual. La doctrina del santo es invocada hoy ante ese misterio insondable del dolor humano. […] Sufrimientos físicos, morales o espirituales, como la enfermedad, la plaga del hambre, la guerra, la injusticia, la soledad, la carencia del sentido de la vida, la misma fragilidad de la existencia humana, la conciencia dolorosa del pecado, la aparente ausencia de Dios son para el creyente una experiencia purificadora que podría llamarse noche de la fe. A esta experiencia Juan de la Cruz le ha dado el nombre simbólico y evocador de noche oscura, con una referencia explícita a la luz y oscuridad del misterio de la fe» (Maestro en la fe, 14).
De por sí, la noche es una realidad ambivalente. Por un lado, evoca la oscuridad y el peligro, especialmente antes de que se dispusiera de luz eléctrica. Por otro lado, evoca la belleza del cielo estrellado y el encanto de los objetos en penumbra a la luz de la luna. Ambos aspectos se encuentran en los textos sanjuanistas.
Veamos el primero: En la antigüedad, la noche en el campo estaba caracterizada por el aullido de los lobos y de otras alimañas similares y, en los ambientes urbanos, era el ambiente en el que se movían los maleantes. Juan de la Cruz asume este sentido, y subraya los sufrimientos que conlleva la noche, por lo que la adjetiva como «oscura» (2S 6,1; 24,5; 1N 1,1; 2N 9,2, etc.), «amarga y terrible» (1N 8,2), «noche de sequedades» (1N 9,9), «seca y oscura» (1N 12,2; 13,1), «tempestuosa y horrenda» (2N 7,3), «encubridora de las esperanzas de la luz del día […] con esos dolores que en despedazar al alma ni cesan ni duermen» (2N 9,8).
Este símbolo bien puede unirse a la imagen bíblica del camino por el desierto, identificando ambos con las experiencias de sufrimiento físico, psicológico o moral: la pobreza, el hambre, la soledad, el amor quebrantado, la depresión, el silencio de Dios… Así lo interpreta, por ejemplo, san Juan Pablo II:
«El doctor místico llama hoy la atención de muchos creyentes y no creyentes por la descripción que hace de la noche oscura como experiencia típicamente humana y cristiana. Nuestra época ha vivido momentos dramáticos en los que el silencio o ausencia de Dios, la experiencia de calamidades y sufrimientos, como las guerras o el mismo holocausto de tantos seres inocentes, han hecho comprender mejor esta expresión, dándole además un carácter de experiencia colectiva, aplicada a la realidad misma de la vida y no solo a una fase del camino espiritual. La doctrina del santo es invocada hoy ante ese misterio insondable del dolor humano. […] Sufrimientos físicos, morales o espirituales, como la enfermedad, la plaga del hambre, la guerra, la injusticia, la soledad, la carencia del sentido de la vida, la misma fragilidad de la existencia humana, la conciencia dolorosa del pecado, la aparente ausencia de Dios son para el creyente una experiencia purificadora que podría llamarse noche de la fe. A esta experiencia Juan de la Cruz le ha dado el nombre simbólico y evocador de noche oscura, con una referencia explícita a la luz y oscuridad del misterio de la fe» (Maestro en la fe, 14).
La crisis socio-sanitaria que ha provocado la pandemia de Covid también nos desconcierta y desorienta, oscureciendo nuestras seguridades. Esta y otras experiencias personales y colectivas pueden ser identificadas con la noche del poema.
Más allá de los condicionantes del momento, Edith Stein (santa Teresa Benedicta de la Cruz) identifica la noche sanjuanista con el abrazarse a la cruz de Cristo, lo que es válido en todas las etapas históricas por las que atraviesa el cristianismo a lo largo de los siglos:
«[La instauración de la noche oscura] significa luchar en toda línea contra la propia naturaleza, tomar sobre sí la propia cruz y entregarse a la crucifixión. El santo padre Juan inserta en esta ocasión las palabras del Señor: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). […] Entablar la lucha, o cargar sobre sí la cruz, significa adentrarse activamente en la noche oscura. […] Que este caminar activo por la noche oscura del sentido signifique lo mismo que tomar voluntariamente la cruz y llevarla con perseverancia, no necesita de ninguna explicación más» (Ciencia de la Cruz).
Veamos el segundo sentido del símbolo: Al comentar el verso «la noche sosegada en par de los levantes de la aurora», san Juan explica que «en este sueño espiritual que el alma tiene en el pecho de su Amado, posee y gusta todo el sosiego y descanso y quietud de la pacífica noche» (C 14-15,22).
Como la noche limpia, purifica y pacifica a la enamorada, permitiéndola unirse con su Amado, invita a desearla y afirma que pasar por ella «es grande dicha y ventura» (1N 11,4). Por eso la caracteriza como «dichosa» (1S 1,4; 1N 8,4; 1N 12,2; 1N 13,15; 2N 9,1; etc.), «amable más que la alborada» (P 5), «sosegada» (C 14), «pacífica» (C 14-15,22), «serena» (C 39), «noche de gozo» (3S 26,8), y narra detenidamente «los provechos que halla en esta noche el alma» (1N 11,3). Teniendo estas cosas en cuenta, el aspecto negativo de la noche queda totalmente superado: «Cuán fáciles, y aun dulces y sabrosos les hacen parecer estas ansias del Esposo todos los trabajos y peligros de esta noche» (1S 14,3).
Además de las referencias al sufrimiento (que purifica al alma) y al tránsito (que permite la gozosa unión de la amada con el Amado), en los escritos de san Juan de la Cruz, el símbolo de la noche tiene un tercer sentido: se refiere al misterio de la fe, en el que la Iglesia reconoce al santo como maestro preclaro. Para él, la fe es, al mismo tiempo, oscura y luminosa, noche oscura y claro día, dándose la paradoja de que nos ciega por su exceso de luz.
De por sí, el contenido de la fe es Dios mismo, y Dios no es oscuro, pero su gran luz excede nuestras capacidades. El santo insiste en que, así como podemos ver los objetos de nuestro entorno iluminados por la luz del sol, pero no podemos mirar directamente al astro rey, porque su brillo nos deslumbra, de la misma forma podemos comprender las obras de Dios (la creación y la historia de la salvación), pero Dios es más grande que todas sus obras y permanece siempre por encima de nuestras capacidades. Por eso, siempre debe ser acogido en la fe:
«Los teólogos dicen que la fe es un hábito del alma cierto y oscuro. Es hábito oscuro porque hace creer verdades reveladas por el mismo Dios, que están por encima de toda luz natural y exceden todo humano entendimiento sin alguna proporción. De aquí es que, para el alma, esta excesiva luz de la fe le es oscura tiniebla, porque lo que es mayor priva y vence sobre lo que es menor. Así como la luz del sol priva las otras luces (de manera que no parezcan luces cuando ella luce) y vence nuestra potencia visiva (de manera que antes la ciega y priva de la vista que se la da), por cuanto su luz es muy desproporcionada y excesiva a la potencia visiva. Así, la luz de la fe, por su gran exceso, oprime y vence la del entendimiento […]. Si a uno que nació ciego, el cual nunca vio color alguno, le estuviesen diciendo cómo es el color blanco o el amarillo, aunque más le dijesen, no entendería, porque nunca vio los tales colores ni sus semejanzas, para poder juzgar de ellos […]. De esta manera es la fe para con el alma, que nos dice cosas que nunca vimos ni entendimos en sí ni en sus semejanzas, pues no la tienen. Y así, no tenemos luz de ciencia natural sobre sus contenidos, pues a ningún sentido es proporcionado lo que nos dice […]. Luego está claro que la fe es noche oscura para el alma» (2S 3,1-4).
San Juan de la Cruz desarrolla este tema en muchas ocasiones, porque «todo lo que puede entender el entendimiento y gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y desproporcionado a Dios» (2S 8,5), por lo que no podemos acceder a él a partir de lo que pensamos o sentimos, sino solo por medio de la fe. Por eso, todas las criaturas solo pueden ofrecernos un conocimiento «vespertino» de Dios (envuelto en oscuridad, imperfecto), mientras que Jesucristo es el único que puede ofrecer un conocimiento «matutino» (luminoso, esencial), ya que es el único que puede contarnos lo que ha visto y conoce directamente (cf. C 36,6). Él es el perfecto revelador del Padre. La fe es acogerle a él y sus enseñanzas, es la respuesta del hombre a Dios que se revela en Cristo (cf. 2S 22).
Este es el motivo por el que todo el camino espiritual se debe hacer siempre en la noche de la fe. Así lo canta en el poema La fonte, en el que confiesa que conoce dónde se encuentra la única fuente de agua viva que puede saciar la sed de felicidad que arde en el corazón del hombre. Una fuente que no tiene origen, con tres corrientes de agua (la Santísima Trinidad), de la que brota la luz, que se esconden en la eucaristía, y a la que el hombre solo puede acercarse si se deja guiar por la fe, «porque es de noche».
En los versos que coloca a los pies del dibujo del Monte de la perfección, también afirma: «Para venir a lo que [aún] no gustas, has de ir por donde no gustas; para venir a lo que [aún] no sabes, has de ir por donde no sabes; para venir a lo que [aún] no posees, has de ir por donde no posees». Y en otras ocasiones insiste en el mismo argumento: «Así como el caminante que, para ir a nuevas tierras no sabidas, va por caminos nuevos, no sabidos ni experimentados, que no camina guiado por lo que sabía antes, sino en duda y por lo que otros le han dicho. Y está claro que este no podría ir a nuevas tierras, ni saber más de lo que ya sabía, si no fuera por caminos nuevos, no sabidos, dejando los que ya conoce» (2N 16,8).
En este sentido, la noche de la fe no es una etapa del camino espiritual, sino que nos acompaña mientras dura esta vida mortal. Especialmente en nuestros días en los que nuestras dudas son muchas y nuestras certezas, pocas. Solo en la vida eterna no viviremos de fe, «porque veremos a Dios tal cual es» (1Jn 3,2).
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