Nací el 21 de septiembre de 1966 en el Burgo de Osma (Soria, España). Allí hice los estudios de primaria y secundaria.
Con 17 años me trasladé a Zaragoza, para estudiar la carrera de derecho en la universidad, pero no duré mucho, porque poco después de cumplir los 18 entré en el Carmelo descalzo, adonde permanezco hasta el presente.
Hice el postulantado en Valencia y el noviciado en Úbeda. Me consagré a Dios con los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia el 21 de septiembre de 1986, el día en que cumplía 20 años de edad.
Los años siguientes estudié filosofía en Valencia y teología en Roma. Fui ordenado sacerdote al cumplir 25 años y continué estudios de especialización en Roma.
A partir de entonces, he estado destinado en distintos lugares. Algunos solitarios, como el Desierto de las Palmas, otros bulliciosos, como Lérida (mi actual residencia). Pueblos, como Caravaca de la Cruz y Burriana, y ciudades, como Burgos y Zaragoza. Excepto el año pasado, por causa de la pandemia, cada año he pasado temporadas en distintos países fuera de España, dando cursos y predicando.
La vida de los carmelitas descalzos, independientemente del convento y del país en la que nos encontremos, se construye sobre tres pilares: oración (personal y comunitaria), vida fraterna en comunidad (sea esta numerosa o pequeña) y trabajo (estudio, cuidado de la casa, ministerio pastoral).
Quienes me conocen saben que mi salud es débil. Hace pocos días, el reumatólogo que me sigue me dijo que mi enfermedad nunca remite. Solo podemos tenerla controlada con la medicación, pero no eliminarla. A lo largo del tiempo he tenido muchos brotes, por lo que he pasado temporadas postrado en la cama o ingresado en clínicas y hospitales.
Los dos últimos años han sido especialmente complicados, porque Lérida es muy húmeda, tenemos nieblas continuas durante todos los meses de invierno y al inicio de la pandemia estuve algunos meses sin conseguir la medicación que necesitaba. Me está costando recuperarme, pero tengo unos médicos estupendos, que me siguen muy de cerca.
He aprendido a encontrar a Dios en la enfermedad y en la debilidad. Cuanto más frágil soy, mejor comprendo que mi vida está en sus manos y que todo lo bueno que hay en mí es puro don de su misericordia.
Desde muy joven, aprendí de san Juan de la Cruz que no sirve de nada dar a Dios lo que él no nos pide si no somos capaces de darle lo que nos pide. Y pienso que él nos pide solo cuatro cosas:
- que aceptemos con paciencia los acontecimientos que van llegando,
- que no estropeemos más lo que no funciona,
- que arreglemos lo que podamos,
- y que conservemos la paz en todo momento, especialmente cuando se presentan contradicciones que no podemos solucionar.
A pesar de mis limitaciones, he servido a Dios lo mejor que he sabido en casas de espiritualidad, centros de formación y parroquias. Entre otras cosas, he sido cocinero, sacristán, portero, capellán en santuarios y casas de retiro para ancianos, he dado clases en universidades, he publicado libros, he participado en programas de radio y televisión, he organizado peregrinaciones... Más o menos, son las mismas cosas que sigo haciendo hasta el presente.
En ningún destino me han faltado las dificultades, pero en todos los lugares me he encontrado a gusto y he disfrutado con cada actividad que se me ha encomendado.
En todos los sitios he encontrado personas maravillosas, que me han ayudado a crecer y han sido para mí reflejos del amor de Dios. Soy consciente de que no merecía su cariño y de que me han buscado y acogido por ser carmelita, hijo espiritual de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, de los que tantas luces he recibido.
Me avergüenzo mucho de que hay personas con las que he compartido preciosos momentos de fe y esperanza, de las que he recibido tanto y a las que tanto debo, pero pasan los días, los meses y los años y pierdo la relación con ellas. De algunas recuerdo sus rostros y voces, de otras olvido hasta los nombres.
Todas ellas me han ayudado a ser quien soy en estos momentos. Sé que conmigo van, mi corazón las lleva allí donde me encuentro, incluso aquellas cuyos recuerdos quedan difuminados por el paso del tiempo. En la vida eterna comprenderé el gran valor de cada uno de los favores recibidos y lo que cada uno ha aportado a mi vida.
Mientras tanto, doy gracias a Dios por cada persona y comunidad que él ha puesto en mi camino y le pido que llene a todas de sus bendiciones.
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