Cuando «faltaban dos días para la fiesta de Pascua» (Mc 14,1; Mt 26,2), Jesús fue invitado a un banquete en casa de Simón el leproso. Después de los gestos proféticos relacionados con el templo (la purificación y la maldición de la higuera) y de las actividades realizadas en su recinto (predicación y controversias), la escena se traslada al ámbito familiar, a la casa de alguien conocido como «el leproso» (quizás uno de los sanados por Jesús).
El apelativo es importante, porque los enfermos de la piel eran considerados impuros y no podían entrar en el templo. Jesús ya ha indicado que aquellas normas rituales están superadas, por lo que traslada su actividad del recinto sagrado a un lugar profano, del ámbito donde se mantiene la pureza ritual al espacio mundano, impuro, de la vida cotidiana. Allí se nos va a revelar lo que es el culto verdadero, «en espíritu y verdad», el culto de la vida entregada por amor.
Durante la cena, una mujer derramó sobre su cabeza un perfume de nardo puro, muy valioso, de más de trescientos denarios (el sueldo anual de un obrero). La valoración es, sin duda, exagerada, pero el texto indica que esta mujer no hace cálculos humanos en su entrega a Cristo: «derrama» sus bienes (o mejor, su vida) por Jesús. Preciosa imagen de un amor sincero y total.
Las autoridades del templo (funcionarios de la religión) y los discípulos piensan en el dinero y en el poder. Siguiendo una lógica totalmente distinta, esta mujer «rompe» el frasco (por lo que ya no se puede recomponer) y «derrama» su contenido sobre la cabeza del maestro, anticipando el momento en que él «derramará» su sangre.
Un don total, que no se puede medir
Precisamente en el mismo contexto de la Semana Santa, Jesús alabó la limosna de una viuda que echó en el arca más que nadie, «porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Como ella, la mujer de Betania ha entregado todo, se ha entregado a sí misma, sin medidas ni razones.
Algunos se preguntaron: «¿Para qué este despilfarro» (Mc 14,4) y es Jesús mismo quien responde: «Para mi sepultura» (Mc 14,8). Es significativo que en el texto original se use la misma partícula en la pregunta y en la respuesta para ponerlas en relación, aunque entre medias se añadan otras cosas. Jesús relaciona la unción y su muerte, ya que los cadáveres eran ungidos con perfumes antes de enterrarlos.
Los evangelistas subrayan las distintas actitudes frente a Jesús: Los jefes de Israel se habían «preparado» para acabar con Jesús; Judas se «preparaba» a entregarlo y esta mujer «preparó» su cuerpo para la sepultura. Por eso, Jesús afirma que lo que hizo esta mujer es una «buena noticia» que entra a formar parte del anuncio cristiano (cf. Mt 26,13).
La tensión dramática crece cuando los enemigos de Jesús encuentran un aliado en uno de sus discípulos, que se convierte en modelo de los que abandonan al maestro, de los que persiguen sus propios intereses, de los que lo «entregan»(cf. Mt 26,15).
Una «consagración» mesiánica
Pero este gesto esconde un significado más profundo: Como los reyes eran ungidos con perfumes preciosos, el gesto de la unción, realizado en este contexto, manifiesta que el que va a morir es verdaderamente el rey-mesías, el ungido del Señor, aquel del que se anunció: «El Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros» (Sal 45 [44],8).
También los gladiadores ungían sus cuerpos antes de la lucha en la arena. Y Cristo se dispone a enfrentarse definitivamente con el enemigo de los hombres, Satanás. La unción en Betania es una preparación para el combate. El perfume de nardo derramado sobre la cabeza de Jesús indica su consagración real, profética y sacerdotal, su unción mesiánica; pero, al mismo tiempo, anuncia que se prepara para la lucha y la muerte, para la sepultura y el amortajamiento.
En la versión de san Juan, sucedió en la casa de Lázaro, «seis días antes de la fiesta judía de la Pascua» y fue María de Betania la que ungió los pies de Jesús (cf. Jn 12,1). Por su parte, Lucas también habla de otra unción realizada por una prostituta (cf. Lc 7,36-50). Esto ha llevado a una confusión, ya que algunos identifican a María de Magdala (ciudad situada en Galilea, al norte) con María de Betania (ciudad de Judea, al sur) y con la prostituta del relato de Lucas, pero son tres personas distintas.
En los casos de María de Betania y de la prostituta se habla de una unción de los pies, un gesto de veneración bastante común en la época, por lo que pudo repetirse varias veces en contextos distintos. Pero en el caso de la mujer anónima de Mateo y Marcos se trata de una unción en la cabeza antes de su pasión, lo que adquiere un significado distinto, de consagración mesiánica.Quizás ella no fueratotalmente consciente, pero realizó un gesto profético(un «ôt» que cumple lo que anuncia). Por eso, «en cualquier parte del mundo donde se proclame el evangelio, se hablará de lo que esta ha hecho para memoria suya» (Mc 14,9).
Jesús pide que se haga memoria del lavatorio de los pies y de su entrega en la última Cena, también de la unción de esta mujer. Las tres cosas están profundamente relacionadas. Como Jesús (que se entrega por amor y se despoja de su rango para convertirse en servidor de todos) y como esta mujer (que también se da sin medida) los discípulos de Jesús están llamados a entregarse a los demás, sin cálculos humanos, ya que –como afirma santa Teresa de Lisieux– «amar es darlo todo y darse uno mismo».
Texto tomado de mi libro "La Semana Santa según la Biblia", Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2017. ISBN: 978-84-8353-819-7, páginas 107-110.
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