Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 26 de enero de 2021

San Pedro apóstol, vida y enseñanzas


Hace algunos años publiqué en colaboración con la hermana Ana María Roig un librito para niños en el que contaba la vida de san Pedro y san Pablo y explicaba de manera resumida sus escritos y doctrina. Hoy les pongo seguidos todos los textos referidos a san Pedro, aunque sin las ilustraciones que los acompañaban.

Introducción

Queridos amigos: Este librito os cuenta las vidas de San Pedro y de San Pablo, dos grandes amigos de Jesús. Son tan importantes, que se les llama “las columnas de la Iglesia”. Conocer sus historias nos ayuda a conocer los inicios de la historia de la Iglesia y nos enciende en deseos de parecernos a ellos, de ser –como ellos- anunciadores del Evangelio hasta los confines de la tierra. Os proponemos unas palabras del Papa Benedicto XVI como introducción del libro.

"La tradición cristiana ha considerado desde el inicio a San Pedro y San Pablo inseparables uno del otro, aunque cada uno tuvo una misión diversa que cumplir: San Pedro fue el primero en confesar la fe en Cristo; San Pablo obtuvo el don de poder profundizar su riqueza. San Pedro fundó la primera comunidad de cristianos provenientes del pueblo elegido; San Pablo se convirtió en el apóstol de los gentiles. Con carismas diversos trabajaron por una única causa: la construcción de la Iglesia de Cristo".

"Los dos apóstoles dieron el testimonio supremo de su vida a poca distancia de tiempo y espacio en Roma. San Pedro fue crucificado y San Pablo fue decapitado. Su sangre se fundió como en un único testimonio de Cristo".

"Como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pedro y san Pablo". (Benedicto XVI).

Amigo de Jesús ¡¡¡Identifícate!!!

Soy Simón Pedro. Algo cabezón y, a veces, irreflexivo. Pero tengo buen corazón y amo a Jesús más que a mí mismo.

Nací en Betsaida (Jn 1,44), un pueblecito situado a la orilla del “Mar de Galilea”, también llamado “lago de Tiberíades” o “lago de Genesaret”. Mi padre se llamaba Juan, o Jonás, que entre nosotros es lo mismo (Jn 1,42).

Pronto me trasladé con toda mi familia a vivir en Cafarnaún, un pueblo grande, parecido al de mi infancia y cerca de él; con puerto de pescadores, casas de piedra negra, cuartel del ejército, tiendas, molinos de trigo y aceite, sinagoga y oficina para la recaudación de los impuestos. 

En mi tierra siempre hace calor. Como en el lago hay mucha agua dulce y la tierra es fértil, las huertas producen muchas flores, frutas y verduras durante todo el año. En el lago hay también muchos peces. En las montañas cercanas hay rebaños de ovejas, de cabras y de camellos, además de conejos y otros animales para cazar.

El buen clima y la abundancia de alimentos hace que alrededor del lago haya muchos pueblos grandes, como Corazaín, Tiberíades y Magdala. A pocos kilómetros están Nazaret, Caná de Galilea y Séforis. Mucho más lejos (a tres días de camino) queda Jerusalén, que es la capital de mi país: Israel.

La llamada

Tenía mi propia barca (Lc 5,3), en la que trabajaba con mi hermano Andrés. Los dos nos considerábamos discípulos de Juan Bautista, al que escuchábamos con gusto cuando predicaba que el Reino de Dios estaba a punto de llegar y que Dios enviaría pronto a su Mesías salvador.

En cierta ocasión, Juan Bautista dijo que Jesús era “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, el Mesías que todos esperábamos. Mi hermano Andrés estaba presente y me lo dijo apenas llegó a casa. Él fue quien me presentó a Jesús (Jn 1, 36-42). Por entonces, Jesús comenzó a predicar la Buena Noticia del Reino de Dios.

Un día que estábamos echando la red en el lago, Jesús se acercó a nosotros y nos invitó a ser sus discípulos. Nos dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Ese mismo día llamó también a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo, que eran nuestros vecinos (Mt 4, 18-22).

En los días siguientes, Jesús llamó a otros, que se fueron uniendo a nosotros. Con ellos recorríamos los pueblos de alrededor, escuchando lo que Jesús enseñaba. Nos decía que Dios es nuestro Padre y que nosotros tenemos que comportarnos como verdaderos hijos de Dios. Usaba parábolas y comparaciones, para que todos pudiéramos comprender su mensaje. Todos estábamos admirados de su enseñanza, porque lo hacía con autoridad, no como los maestros de la ley (Mc 1,22).

El primer milagro de Jesús

Me acuerdo que, por entonces, nos invitaron a una boda en Caná de Galilea. Éramos muchos convidados y se acabó el vino. Antiguamente no era como ahora, que tenemos de todo en nuestras casas. El vino y los dulces se tomaban sólo en las grandes fiestas, como las bodas. Si se acababa el vino, ya no había otra cosa que ofrecer a los invitados.

María, la madre de Jesús, se dio cuenta y se lo comentó a su Hijo. Él dijo que aún no había llegado su hora, pero ella mandó a los criados: “haced lo que él os diga”. Nosotros no entendíamos lo que pasaba. Jesús les dijo que llenaran unas tinajas de agua. Cuando fueron a sacar el agua de las tinajas ¡salió el vino más exquisito que nunca he bebido!

Entonces comprendimos que aún no había llegado la hora de su manifestación al mundo, pero el ruego de su Madre adelantó ese momento. Ese fue el primer milagro que hizo Jesús, se manifestó su gloria y, a partir de entonces, sus discípulos creímos en él (Jn 2, 1-11).

Más tarde Jesús hizo otros muchos milagros: curó a leprosos y endemoniados, hizo que los cojos caminaran, los ciegos vieran y los sordos pudieran oír. ¡Hasta resucitó muertos! (Mt 11,5). Así se cumplió todo lo que anunciaron los profetas sobre el Mesías de Dios.

Yo tuve la suerte de ser testigo de todo lo que hizo y dijo, desde que comenzó su vida pública hasta su muerte y resurrección.

La pesca milagrosa

En cierta ocasión, habíamos pasado toda la noche en el lago, pero no habíamos pescado nada. Por la mañana, encontramos a Jesús junto a la orilla, y nos dijo que volviéramos a echar las redes. A pesar de lo cansados que estábamos, le hicimos caso. ¡Cayeron tantos peces que no cabían en la barca!

Aunque ya le había oído predicar muchas veces y había visto otros milagros suyos, quedé tan impresionado, que no me sentía digno de estar a su lado. Comprendí que Dios estaba con él. Por eso, le dije: “aléjate de mí, que soy un pobre pecador”. Jesús fue tan bueno que me abrazó y me dijo: “No tengas miedo”. De nuevo, como cuando me llamó la primera vez, añadió: “Desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1-11).

Desde entonces, siempre tuvo muchas muestras de afecto conmigo. Él nos eligió personalmente a Santiago, a Juan y a mí para que fuéramos los únicos testigos de algunos acontecimientos importantes: la curación de la hija de Jairo (Mc 5,37), más tarde, su transfiguración, mientras oraba en el monte Tabor (Mc 9,2) y, poco antes de morir, su triste oración en el huerto de los olivos (Mc 14,33).

Cada día que pasaba le amaba más. Cuando estábamos en Cafarnaún, se alojaba en mi casa. Otras veces, hacíamos largos viajes a los otros pueblos y ciudades, donde Jesús anunciaba el Evangelio y curaba a los enfermos. A su lado, aprendimos cosas estupendas y vimos lo que nunca habríamos podido soñar.

La elección de los doce

Éramos muchos los discípulos de Jesús, que le acompañábamos a todas partes, muy atentos a sus enseñanzas: María Magdalena, Matías, Salomé... 

Una vez Jesús pasó toda la noche en oración. Por la mañana instituyó a doce, a los que llamó “apóstoles” (que significa “enviados”). Nosotros sabíamos bien que, en el Antiguo Testamento, Dios hizo alianza con los doce hijos de Jacob, que dieron lugar a las doce tribus de Israel. Comprendimos que, al elegir a doce apóstoles, estaba anunciando una nueva alianza con un pueblo de Israel renovado, y que eso comenzaba con nosotros. Nos dimos cuenta de que su elección conllevaba una gran responsabilidad. Estos son los nombres de sus elegidos:

Yo, Simón Pedro. 
Andrés, mi hermano. 
Santiago, hijo de Zebedeo (también llamado Santiago el Mayor, Jacob y Jaime, que todo es lo mismo). 
Juan, su hermano (el más joven de todos). 
Felipe de Betsaida. 
Bartolomé de Caná (llamado también Natanael). 
Tomás (llamado el Mellizo). 
Mateo, el publicano (también llamado Leví, era recaudador de impuestos para los romanos). 
Santiago de Alfeo. 
Judas Tadeo. 
Simón Cananeo (el “Zelote” o guerrillero). 
Y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús (Lc 6,12-16).

En varias ocasiones nos dijo que “el que os recibe a vosotros, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe a mi Padre, que me envió” (Mt 10,40).

La misión de Pedro

En cierta ocasión nos acercamos a una gran ciudad pagana, situada al norte de Israel, donde nace el río Jordán, llamada Cesarea de Filipo. Allí, junto a la fuente, Jesús nos preguntó: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”. Le dijimos la verdad: “unos creen que eres un santo y otros que estás endemoniado; unos dicen que eres un profeta y otros que un fanfarrón”.

Después de eso, nos preguntó: “¿y vosotros?, ¿quién soy yo para vosotros?” Se hicieron unos momentos de silencio. Cada uno tenía que pensar bien y responder por sí mismo. Yo me armé de valor y le dije con todo mi corazón: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Entonces Jesús añadió: “Dichoso tú Simón, hijo de Juan porque eso no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en el cielo”. Además, me cambió el nombre antiguo por uno nuevo. Me dijo que ya no me llamaría “Simón”, sino “Pedro”, que significa “piedra”. Finalmente, añadió: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y ni el demonio la podrá destruir. Te daré las llaves del Reino de los cielos y todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16,13-20).

Yo no podía comprender por qué me eligió a mí para una misión tan importante, pero me sentí muy honrado por su confianza y le dije que podía contar conmigo para todo lo que él quisiera.

El anuncio de la pasión

Todos nosotros creíamos que el Mesías tenía que establecer el Reino de Dios sobre la tierra, haciendo de Israel un pueblo poderoso, con un ejército invencible, al que todas las naciones respetarían y pagarían tributos. Pero Jesús insistía en que no había venido para ser servido, sino para servir y dar la vida por los hombres (Mt 20,28).

Muchas veces nos decía que él tenía que subir a Jerusalén para sufrir mucho y morir por los pecadores. Una vez yo le dije que eso no era posible, que un hombre tan bueno como él no debía morir. Entonces me reprendió, porque él sabía que tenía que cumplir la voluntad de su Padre hasta el final (Mt 26,21-23).

También nos enseñaba que, para ser de verdad discípulos suyos, teníamos que aprender a amar a todos, a perdonar a los enemigos, a cargar con la cruz, siguiendo su ejemplo. Incluso decía que, el que quiera ser grande en el Reino, tiene que convertirse en el servidor de todos. 

Algunos pensaban que estas enseñanzas eran muy duras y dejaron de ir con nosotros. Entonces nos preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Yo le dije, en nombre de todos: “Señor, ¿a quién iríamos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos en ti y sabemos que tú eres el enviado de Dios” (Jn 6,66-69).

La última Cena

El día antes de su muerte, celebró una cena de despedida con nosotros. Entre los judíos es normal que los esclavos o las mujeres de casa laven los pies a los que van llegando. Ese día él quiso ocupar el lugar de los esclavos y lavarnos los pies a todos. Yo no quería aceptar. Me parecía excesivo que el Maestro ocupase siempre el último lugar. Pero él me dijo: “Si no me dejas lavarte los pies, no eres de los míos”. Yo acepté, confundido.

Después nos dijo: “Si yo, que soy vuestro Maestro, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo, siendo siempre los servidores de todos”. Y añadió: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,1-34).

Durante la cena, tomó pan de la mesa, dio gracias a Dios, lo partió y nos lo dio, diciendo: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. Después tomó la copa del vino, de nuevo dio gracias a Dios y nos la pasó, diciendo: “Tomad y bebed todos, porque ésta es mi sangre. Sangre de la nueva y eterna alianza, derramada para el perdón de los pecados”. Y añadió: “Haced esto en conmemoración mía” (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20).

Nosotros estábamos asombrados por todo lo que Jesús hacía y decía, pero no terminábamos de comprender lo que estaba sucediendo.

La traición, el juicio y la muerte de Jesús

Lo más duro fue cuando nos anunció que uno de nosotros lo iba a traicionar y que moriría abandonado de todos. Yo le dije que nunca le dejaría, que estaba dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte con él. Lo decía con todo mi corazón, convencido de que mi amor por él me ayudaría a superar todas las pruebas. Pero él me dijo: Esta misma noche, antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces” (Mc 14, 27-31). No me atreví a replicar ni a decir nada más.

Desde allí nos fuimos al huerto de los Olivos. Era de noche. Jesús oraba y los demás estábamos adormilados. De repente, llegaron unos guardias con armas y antorchas, guiados por Judas. Yo intenté defender al Maestro con mi espada, pero él me pidió que la guardara. Entonces, se lo llevaron preso y todos huimos, muy asustados (Mt 26,47-56).

Mientras juzgaban a Jesús en casa del Sumo Sacerdote Caifás, yo estaba en el patio, para ver lo que pasaba. Una criada me reconoció y empezó a decir a todos que yo era uno de sus discípulos. Me entró miedo y lo negué por tres veces. Al rato, cantó un gallo. Yo me acordé de las palabras de Jesús y, saliendo a la calle, lloré amargamente (Mt 26,69-75).

Cuando crucificaron a Jesús, no me atreví a acercarme. Estaba tan confundido y tenía tanto miedo que no sabía cómo actuar. Me conformé con mirar lo que sucedía desde lejos y a escondidas (Lc 23,49).

La resurrección y el primado de Pedro

Al morir Jesús, todos le abandonamos: unos volvieron a sus pueblos y otros permanecimos escondidos en Jerusalén. Todos estábamos asustados. Sólo su madre,  Juan y un grupo de mujeres, permanecieron junto a la Cruz y asistieron a su entierro. Como las puertas de la ciudad permanecían cerradas durante todo el sábado, tuvieron que esperar a que las volvieran a abrir el domingo al amanecer, para ir a rezar ante su sepulcro. 

Los demás seguíamos sin salir a la calle, llenos de miedo. De repente, las mujeres volvieron locas de alegría, diciendo que habían visto a Jesús resucitado. Yo fui corriendo hasta la tumba, pero a él no le vi. Cuando aquella tarde estábamos todos reunidos, con la puerta cerrada, apareció él. ¡Estaba vivo!  Nos deseó la paz y nos dijo: “Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros” (Jn 20,1ss). Nos quedamos temblando de agradecimiento. No sólo no nos abandonó, como nosotros habíamos hecho con él, sino que nos ofreció su perdón y volvió a confiar en nosotros.

Unos días más tarde, mientras pescábamos en el lago de Galilea, se nos apareció de nuevo. Jesús me preguntó tres veces: “Pedro, ¿me amas?”. Yo, consciente de que le había negado tres veces, le dije llorando: “Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”. Él me encargó: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). Entonces me acordé de lo que Jesús me había dicho la noche antes de su muerte: “Pedro, he rezado por ti, para que tu fe no sucumba. Cuando te recuperes, confirma en la fe a tus hermanos” (Lc 22,32). Ahora empezaba a comprender la misión que Jesús me tenía preparada.

Pentecostés

Jesús resucitado se nos apareció durante cuarenta días, explicándonos con paciencia los misterios del Reino de Dios, ayudándonos a comprender todo lo que antes nos parecía tan confuso. Nos prometió que, en el momento oportuno, nos enviaría su Espíritu Santo, para que pudiéramos vivir como verdaderos discípulos suyos

El día de Pentecostés, estábamos reunidos con María, cuando escuchamos un ruido fuerte, como el de un viento que golpeaba los muros. Entonces quedamos llenos del Espíritu Santo, como Jesús nos había anunciado.

A pesar de lo miedosos que habíamos sido todos, ese día nos sentíamos llenos de valor y nos decidimos a anunciar el Evangelio en el mundo entero. Yo mismo comencé a predicar en Jerusalén que Jesús había resucitado y que Dios Padre lo ha constituido Señor y Juez de los vivos y de los muertos. Ese día se convirtieron muchas personas, que recibieron el bautismo (Hch 2,1-41).

Las autoridades de Jerusalén estaban disgustadas, porque anunciábamos la resurrección de Jesús, al que ellos habían crucificado. Por eso nos prohibieron hablar en nombre de Jesús y anunciar su Evangelio. Yo les dije que tenemos que obedecer a Dios antes que a los hombres y que no dejaremos de dar testimonio de lo que hemos visto y oído (Hch 4,1-21). Aunque nos maltrataban y metían en la cárcel, ya nunca más tuvimos miedo.

El anuncio del evangelio a los paganos

Al principio, predicábamos sólo a los judíos, pero un día que yo me encontraba visitando a los hermanos de Jafa, tuve una visión: un mantel grande, lleno de animales de toda especie. Una voz me invitaba a comer de ellos, pero yo respondí que nunca he comido alimentos impuros, no preparados según nuestras leyes. La voz me dijo: “lo que Dios ha hecho puro, no lo consideres tú impuro”. Y el mantel desapareció. 

Estaba pensando qué podían significar estas palabras, cuando vinieron unos hombres enviados por un centurión romano, que quería conocer nuestra doctrina. Yo les acompañé a Cesarea Marítima. Normalmente, los judíos no entramos en la casa de los que no son de nuestra raza, porque los consideramos impuros. Pero, cuando vi la fe de Cornelio y de su familia, comprendí el sentido de la visión: Dios no hace distinción de personas, sino que acoge a todos los que obran con rectitud, sean de la nación que sean. Les expliqué todo lo relativo a la vida, muerte y resurrección de Jesús y ellos recibieron el bautismo (Hch 10,1ss).

Cuando les conté estas cosas a los hermanos de Jerusalén, daban gloria a Dios conmigo, porque ha llamado también a los paganos para que reciban la salvación. Pablo y otros hermanos hicieron una gran labor de anuncio del Evangelio y de fundación de nuevas Iglesias en todos los pueblos del mundo conocido.

Hoy, nuestra Iglesia Católica está extendida por los cinco continentes, y pertenecen a ella hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación (Ap 7,9).

Cartas de san Pedro

Yo mismo, además de predicar el Evangelio en Jerusalén y en las otras poblaciones de Palestina, he anunciado la Buena Noticia de Jesús en Antioquía y en otras ciudades, antes de establecerme en Roma. En esta ciudad escribí dos cartas, que se encuentran recogidas en la Biblia.

En ellas pongo por escrito algunas de las enseñanzas que tantas veces he predicado. Invito a los cristianos a tener siempre presente a Cristo en sus vidas, a aprender de su conducta, a imitar su ejemplo, a no desviarse de su enseñanza, a perseverar en la fe, con la esperanza de la manifestación gloriosa de Cristo como Salvador y Juez al final de los tiempos.

“Tened todos el mismo pensar. Sed compasivos, fraternales, misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni ofensa por ofensa. Al contrario, bendecid siempre, porque habéis sido llamados a heredar una bendición… Dad gloria a Cristo, el Señor, y estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones… Amaos intensamente unos a otros, pues el amor alcanza el perdón de muchos pecados. Practicad de buen grado la hospitalidad. Cada uno ha recibido un don. Poned vuestros dones al servicio de los demás, como buenos administradores de la gracia de Dios” (1Pe 3,8; 3,15; 4,8ss)

“Siempre os recordaré estas cosas, aunque ya las sepáis, porque es mi deber manteneros alerta con mis consejos… Procurad vivir en paz con Dios, limpios y sin faltas en su presencia, considerando que en la paciencia de Dios está nuestra salvación” (2Pe 1,12; 3,14).

Muerte de Pedro y basílica vaticana

He vivido muchos años al servicio de Jesucristo, desde que le conocí en mi juventud, junto al lago de Galilea. Dejé todo lo que tenía para seguirle y le acompañé en sus viajes, muy atento a todo lo que él hacía y decía. Es verdad que negué al Maestro el día de su pasión, pero su perdón es más grande que mi pecado y su amor es más grande que mis faltas. Su misericordia y mis lágrimas lavaron mi pecado.

Tuve ocasión de dar público testimonio de mi fe en Jesucristo durante la persecución del emperador Nerón contra los cristianos. Fui crucificado boca abajo en el circo de Nerón, en la colina vaticana. Mis restos mortales fueron sepultados muy cerca, en un lugar que pronto se convirtió en meta de peregrinaciones y sobre el que hoy se levanta una de las basílicas más bellas e importantes de toda la cristiandad.

Así se cumplió lo que Jesús me había anunciado, después de su resurrección: “Te aseguro que, cuando eras joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir” (Jn 21,18).

Soy considerado el primer Papa de la historia y los obispos de Roma son mis sucesores, encargados de velar por la unidad de todos los creyentes y por la integridad de la fe en la Iglesia.

Pescador de hombres, apóstol, Roca sobre la que Jesús fundó su Iglesia, primer Papa… Sí, ese soy yo, Pedro.

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