Hablemos del que debe ser el modelo de toda oración cristiana, por su vida y por sus enseñanzas: Jesús. Ya sabemos que creció en el seno de una familia judía, que cumplió con él todos los ritos religiosos de su pueblo: circuncisión (cf. Lc 2,21), presentación en el templo (cf. Lc 2,22-24), peregrinaciones anuales a Jerusalén (cf. Lc 2,41), etc. Aprendió sus primeras oraciones de los labios de José y María y vivió «unos treinta años» (Lc 3,23) dedicado a la vida familiar, al trabajo humilde y a la oración confiada, aunque de esa primera etapa sabemos poco.
Los evangelios hablan, principalmente, de su vida pública y de una oración que no se explica únicamente con sus raíces familiares: «Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo eterno de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta» (Compendio del catecismo, 541).
La oración acompaña todas las decisiones y acontecimientos de la vida de Jesús: ora en el bautismo (Lc 3,21), durante cuarenta días en el desierto, antes de comenzar su vida pública (Mt 4,1ss), antes de elegir a los doce (Lc 6,12-13), antes de la confesión de Pedro en Cesarea y del primer anuncio de su pasión (Lc 9,18), en la transfiguración (Lc 9,28-29); en Getsemaní lo hace «de rodillas» (Lc 22,41), «postrado» (Mt 26,39) y «con lágrimas» (Heb 5,7); también ora en la cruz (Mc 15,34; Lc 23,45).
En realidad, Jesús no ora solo cuando tienen lugar los acontecimientos decisivos de su vida, sino habitualmente, tal como subrayan los evangelios en distintas ocasiones: «Se retiraba a lugares solitarios para orar» (Lc 5,16); «subió a lo alto del monte para orar» (Lc 9,28); «de madrugada, se fue a un lugar solitario» (Mc 1,35); «subió al monte para estar a solas. Al llegar la noche, estaba allí solo» (Mt 14,23); etc.
Jesús vive con la certeza de que su Padre está siempre a su lado. Por eso puede decir: «Yo no estoy solo, el Padre está conmigo» (Jn 16,32) y «yo sé muy bien que me escuchas siempre» (Jn 11,42). Por eso ora cuando está alegre y cuando está triste, en todo momento: «En medio de su angustia, oraba con más insistencia» (Lc 22,44); «Lleno de gozo en el Espíritu Santo, dijo: “Yo te bendigo, Padre…”» (Lc 10,21).
También enseña a sus discípulos a hacer lo mismo que él hacía: «Es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1), porque está convencido de que la oración es la posibilidad de superar la prueba y la tentación (Mt 26,41), de librar al hombre del mal (Mc 9,29).
Jesús ora con frecuencia en el templo de Jerusalén y en las sinagogas (Lc 4,16), participa en el culto público, recita los salmos y las plegarias judías (Mc 14,22-23.26), bendice los alimentos en las comidas (Jn 6,11). Pero, además de usar los salmos y las oraciones tradicionales de su pueblo, también ora con sus propias palabras, lo que es más original y peculiar suyo.
Los contenidos de la oración de Jesús son muy variados. Los evangelios recogen testimonios de alabanzas, súplicas, acción de gracias e intercesión por otros. Deteniéndonos en este último aspecto, ¿por quién ora Jesús? Por sí mismo (Jn 17,1ss), por los discípulos (Jn 17,11ss), por Pedro (Lc 22,32), por los enemigos (Lc 23,34)… La más impresionante de sus oraciones la recoge san Juan, en el contexto de la Última cena: «No te ruego solamente por estos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra» (Jn 17,20).
Esto significa que, durante su vida mortal, el Señor oró al Padre por los futuros creyentes; es decir, oró por mí, pensó en mí, me amó antes de que yo existiera. ¿Cómo no va a escuchar ahora mi oración? La ternura que el Señor me demuestra al orar por mí antes de padecer hace brotar mi agradecimiento y mi amor por él. Bendito sea por siempre aquel que «me amó hasta entregarse por mí» (Gál 2,20).
Tomado de mi libro La alegría de Orar. El Padre nuestro explicado con palabras sencillas, editorial Monte Carmelo, Burgos 2018, ISBN: 978-84-8353-912-5, páginas 109-112.
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