La Navidad es una fiesta demasiado grande, demasiado hermosa, para celebrarla solo un día al año. Por eso, la Iglesia nos propone cuatro semanas de preparación (el Adviento) y un tiempo navideño que se prolonga desde el 25 de diciembre hasta la fiesta del bautismo del Señor.
Así podemos profundizar en la alegre noticia de Navidad: Dios ha venido a nuestro encuentro y se ha quedado con nosotros para siempre.
Navidad es la fiesta de los excesos: Dios nos ha amado hasta límites incomprensibles, "hasta el extremo".
San Efrén de Siria (306 - 373), llamado por sus contemporáneos «el arpa del Espíritu» por sus preciosos poemas litúrgicos, cantaba los "excesos" de la Navidad diciendo:
«El Señor vino a María para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella para callar en su seno.
El rayo vino a ella para no hacer ruido.
El pastor vino a ella, y nació el Cordero, que llora dulcemente.
El seno de María ha trastocado los papeles:
Quien creó todo se ha apoderado de él, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a María, pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella, pero vestido con ropas humildes.
Quien todo lo da experimentó el hambre.
Quien da de beber a todos sufrió la sed.
Desnudo salió de ella, quien todo lo reviste de belleza».
(Himno «De Nativitate» 11,6-8).
Esto es lo que tenemos que contemplar en Navidad. Por desgracia, en lugar de reflexionar en "el exceso" del amor de Dios, que no tiene medida, algunos se dedican a realizar otros excesos en estos días: desenfreno en las comidas, en las bebidas y en los gastos superfluos.
Los creyentes queremos detenernos con asombro y admiración ante esta buena noticia: Dios nos ha amado "hasta el extremo", por eso ha enviado a su Hijo al mundo, hecho hombre como nosotros, para unirse a nosotros y darnos la salvación que, por nuestras fuerzas nunca habríamos podido conseguir.
Señor Jesús, yo también te amo. No tanto como tú te mereces, no tanto como yo debería, pero te amo y deseo amarte cada día más. Acoge complacido la ofrenda de mi pobre amor.
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