Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 26 de marzo de 2022

Mi interpretación del hijo pródigo


El domingo cuarto de Cuaresma (ciclo "c") se lee la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), que todos conocemos. Les ofrezco una explicación a la luz del Castillo interior de santa Teresa de Jesús.

Muchos de nosotros hemos crecido en la «casa de Dios» (que es la Iglesia) y hemos aprendido a llamarle «Padre» desde pequeños: hemos recibido los sacramentos, participado en las catequesis y hemos orado con la sencillez y confianza de los niños.

Después hemos crecido y hemos entrado en la adolescencia, con la crisis propia de quienes quieren afirmar su propia personalidad al margen de sus mayores (y a veces contra ellos). Nos hemos alejado de Dios y de su casa, sintiendo la religión y sus preceptos como un peso del que teníamos que liberarnos.

En cierto momento hemos recapacitado. Los motivos por los que hemos vuelto a la Iglesia pueden ser muy variados y también los caminos por los que nos hemos acercado a Dios. Con mayor o menor sinceridad, con mayor o menor conciencia de lo que hacíamos, hemos comenzado un camino de conversión, a veces difícil y sacrificado. Hasta aquí lo que nos enseña la figura del hijo menor. [Son las primeras moradas del Castillo interior de santa Teresa de Ávila].

Una vez en la Iglesia, nos hemos formado, hemos participado en retiros y convivencias, hemos ofrecido algo de nuestro tiempo (y de nuestro dinero) a colaborar con Cáritas, con las misiones y otras iniciativas. La perseverancia no siempre ha sido fácil [segundas moradas], pero hemos sido fuertes y nuestra vida se ha ido adaptando a las exigencias de la fe, lo que nos ha dado grandes satisfacciones [terceras moradas].

Pero han pasado los años y a veces nos sentimos como el hermano mayor: hemos encontrado muchas personas superficiales que hacen daño a los demás y se hacen daño a sí mismas, falsos «hermanos» que nos han herido con su comportamiento, pastores mediocres… Nosotros mismos no somos tan buenos como querríamos ni conseguimos superar nuestros defectos, lo que nos provoca frustración. Y, a veces, el mismo actuar de Dios se nos hace incomprensible. La verdad es que no sabemos si somos «buenos» o «tontos», todo nos cansa y querríamos pedir explicaciones a Dios (como si él fuera el culpable de lo que nos pasa).

Si (a pesar de todo) hemos puesto nuestra vida en las manos del Padre; si hemos hecho experiencia de su amor incomprensible e inabarcable, de su perdón y misericordia; si en lo más profundo del corazón hemos sentido que nos dice: «hijo mío» y nos hemos fiado de su palabra… sabremos que su amor es lo único que puede llenar nuestro corazón, conscientes de que es un regalo que no merecíamos. 

Esto nos ayuda a no mirar si los demás lo merecen, si saben acogerlo, si responden correctamente, si hacen o dicen… [Hemos pasado las terceras moradas de santa Teresa y hemos entrado en las cuartas moradas, inicio de la vida mística].

Pero no termina aquí nuestro camino. Aún nos queda revestirnos de los sentimientos del Padre, unirnos de tal manera a él que tengamos su mirada y su corazón, que seamos capaces de acoger a los demás y de convertirlos en hijos, de respetar su proceso y de acompañarlos con paciencia, adaptándonos a sus capacidades. [Entonces habremos entrado en el desposorio espiritual que santa Teresa cuenta en las sextas moradas. Si la identificación con la voluntad de Dios es total y estable estaremos en el matrimonio espiritual, que ella desarrolla en las séptimas moradas]. 

Yo aún no lo he conseguido, por lo que sé que tengo que seguir caminando.

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