En la Iglesia hay numerosos «carismas», que son dones de Dios para que todos, cada uno con su sensibilidad particular, podamos encontrar una manera concreta de vivir nuestra fe: franciscanos, dominicos, carmelitas, etc.
Los próximos días hablaremos de lo que enseña santa Teresa de Jesús sobre la actualidad de los carismas, así como del «carisma del Carmelo», de su identidad y de las peculiaridades propias del «carisma del Carmelo descalzo». Pero antes trataremos de los «carismas» en general.
El término «carisma» proviene del griego (charis) y hace referencia a algo que Dios regala a los seres humanos y que les provoca bienestar (puede ser un objeto o una capacidad). De la misma raíz vienen las palabras «gratis», «gratuito», «gracia», «gracioso» y «caridad». Estas palabras se refieren siempre a dones generosos por parte de Dios e inmerecidos por parte del hombre.
Los «carismas» en la Biblia
San Pablo ofrece un tratado sobre los carismas y su significado en 1Cor 12-14: «Hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero un solo Dios que las activa todas. A cada cual se le concede un don del espíritu para el bien común. Porque a uno el Espíritu lo capacita para hablar con sabiduría, mientras que a otro el mismo Espíritu le concede una doctrina superior».
En sus escritos, el apóstol de los gentiles llega a citar más de 20 carismas distintos: apostolado, diaconía, don de gobierno, poder de hacer milagros, capacidad para enseñar, sabiduría, ciencia, fe, curaciones, profecía, discernimiento de espíritus, don de lenguas, interpretación de lenguas, etc. Todos ellos son valorados positivamente: «No extingáis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1Tes 5,19-21).
Sin embargo, rechaza toda apropiación individual de estos dones. Quien quiere apropiarse de ellos los convierte en estériles y perjudiciales. Por eso interviene con su autoridad apostólica para discernirlos y encauzarlos al bien común. Todos los carismas que Dios regala, los da para el bien de toda la comunidad y la extensión de la Iglesia. Si no cumplen con estos cometidos es porque son falsos o están siendo mal utilizados. Todos son útiles, pero no imprescindibles. Dios puede suscitar unos u otros en cada momento.
Para san Pablo, el criterio último y definitivo que nunca puede faltar es la «caridad», la que de verdad impulsa el crecimiento continuo y ordenado de la Iglesia hasta la medida del hombre perfecto, que es Cristo. Los demás carismas pueden ser pasajeros o permanentes, normales o extraordinarios, pueden aparecer unos y desaparecer otros según las capacidades de los individuos y las necesidades de las personas, pero todos estamos llamados a vivir la plenitud del amor.
El «carisma» en la historia
Algunos Padres hablan de los carismas del exorcismo, del ayuno, de la continencia, del martirio, de la misericordia.
Sin embargo, cada vez se utilizó la palabra en un sentido más restringido, llegando a reservarse para los dones extraordinarios: milagros y profecías, principalmente. Incluso se llegó a afirmar que los «carismas» fueron dones de Dios a la Iglesia primitiva, porque se estaba construyendo y necesitaba de esas ayudas; pero una vez que ya está establecida, no los necesita, por lo que habrían desaparecido.
Algunos escritores afirmaban que Dios sigue repartiendo sus «dones y gracias» a todos y de una manera especial a los fundadores de órdenes religiosas, aunque sin utilizar el término «carisma».
El Vaticano II redescubrió el término con su sentido más original: Dios suscita una inmensa variedad de carismas en la Iglesia, que la enriquecen, embellecen y contribuyen positivamente a la construcción del único Cuerpo de Cristo.
El Vaticano II redescubrió el término con su sentido más original: Dios suscita una inmensa variedad de carismas en la Iglesia, que la enriquecen, embellecen y contribuyen positivamente a la construcción del único Cuerpo de Cristo.
La constitución conciliar Perfectae Caritatis invitó a los consagrados a que clarificaran el propio carisma congregacional, el que Dios regaló a la Iglesia por medio de sus fundadores, a veces oscurecido por añadidos o desviaciones posteriores: «Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos de los propios fundadores [...]. Busquen un conocimiento genuino de su espíritu primero, de suerte que conservándolo fielmente al decidir las adaptaciones, la vida religiosa se vea purificada de elementos extraños y libre de lo anticuado».
El concilio habla del «espíritu de los fundadores». El primero que usa el término «carisma de los fundadores» es Pablo VI. Por su parte, Juan Pablo II invitó a los religiosos a vivir una «fidelidad creativa al carisma de los fundadores». En la Mutua Relationes escribe: «El carisma de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el cuerpo de Cristo en crecimiento perenne. Por eso la iglesia defiende y sostiene la índole propia de los diversos institutos».
El concilio habla del «espíritu de los fundadores». El primero que usa el término «carisma de los fundadores» es Pablo VI. Por su parte, Juan Pablo II invitó a los religiosos a vivir una «fidelidad creativa al carisma de los fundadores». En la Mutua Relationes escribe: «El carisma de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el cuerpo de Cristo en crecimiento perenne. Por eso la iglesia defiende y sostiene la índole propia de los diversos institutos».
El Catecismo de la Iglesia católica (n. 799) enseña: «Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo».
En los últimos años han surgido muchos movimientos nuevos. El tiempo nos dirá si son verdaderos carismas suscitados por Dios para la construcción del reino de Dios o si solo son modas pasajeras, que desaparecen con el pasar del tiempo. De hecho, gran número de los que han aparecido últimamente se encuentra en proceso de discernimiento sobre su identidad y algunos se han desmoronado, dejando a sus miembros en el desconcierto. Por eso no es bueno confundir los carismas con los deseos de algunas personas, que pueden ser buenos o malos, pero no son regalos de Dios a la Iglesia y a la sociedad.
Un importante documento vaticano del año 2016, la carta de la congregación para la doctrina de la fe Iuvenescit Ecclesia, enseña:
Tanto antes como después del Concilio Vaticano II han surgido numerosos grupos eclesiales que constituyen un gran recurso de renovación para la Iglesia y para la urgente conversión pastoral y misionera de toda la vida eclesial. Al valor y riqueza de todas las asociaciones tradicionales, caracterizadas por fines particulares, así como también de los institutos de vida consagrada, se suman aquellas realidades más recientes que pueden ser descritas como agregaciones de fieles, movimientos eclesiales y nuevas comunidades (n. 2).
La agregación que surge de un carisma debe tener apropiadamente un tiempo de prueba y de sedimentación, que vaya más allá del entusiasmo de los inicios hacia una configuración estable. A lo largo del itinerario de verificación, la autoridad de la Iglesia debe acompañar con benevolencia las nuevas realidades de agregación (n. 17).
El carisma carmelita
El carisma de la familia carmelita, en concreto, a lo largo de los siglos ha ofrecido a la Iglesia numerosos frutos de santidad en todas sus ramas (frailes, monjas contemplativas, religiosas de vida apostólica, consagrados de varios tipos y seglares asociados). Los próximos días hablaremos de sus elementos fundamentales.
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