La Orden del Carmelo surgió en un tiempo y lugar determinados (la Tierra Santa, a finales del siglo XII), con unos ideales concretos y unos elementos configuradores del carisma, que se plasmaron en la Regla de san Alberto y después se desarrollaron y enriquecieron a través de los siglos con la vivencia de los carmelitas (frailes, monjas y seglares). En concreto, podemos subrayar cuatro elementos fundamentales del carisma carmelitano en sus orígenes. Podemos decir que son los elementos comunes a toda la familia carmelitana. Después, cada rama de la misma tiene sus peculiaridades que lo enriquecen:
1- La fuerte dimensión contemplativa. El profeta Elías se retiró al monte para tener una experiencia del Dios vivo y lo descubrió en la caricia de una brisa suave. Como él, los carmelitas buscan el rostro de Dios, se esfuerzan por meditar su Palabra y vivir en su presencia, quieren dejarse acariciar por la brisa de su Espíritu. El Carmelo, antes que un conjunto de doctrinas que estudiar o de prácticas morales, es una propuesta de vida, en la que son esenciales el encuentro personal con el Dios vivo, la experiencia de su cercanía, de su amor, de su ternura y de su gracia. Los tiempos prolongados de silencio y soledad favorecen este aspecto.
2- La vida en obsequio de Jesucristo. El carmelita no se consagra a hacer cosas, sino a servir a Cristo con corazón sincero. Su Dios no es un ser impersonal, que permanece desconocido e inaccesible. Dios se ha hecho cercano, se ha manifestado en Cristo, que es el único camino que lleva al Padre y la única fuente del Espíritu Santo. La lectura asidua de la Escritura, la celebración de los sacramentos, la práctica de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), nos ayudan a identificarnos con Cristo, a apropiarnos de sus sentimientos, a revestirnos de él, a quien pertenecemos por completo. Más importante que los trabajos que desarrollamos en cada momento es la conciencia de pertenecer a Cristo y de hacer todo por su amor.
3- La dimensión mariana. En el Carmelo, María es la hermana mayor, compañera de camino, madre, protectora y modelo de consagración. El mismo título oficial de la Orden indica una relación de especial intimidad con ella: “Hermanos de la bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”. Los carmelitas veneran a la “peregrina de la fe” como maestra de oración, de escucha de la Palabra y de confianza en Dios y se sienten sus “hermanos”.
4- La misión al servicio de la Iglesia. Desde el siglo XIII, en que los primitivos ermitaños se convierten en mendicantes, como las otras Órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos y agustinos, principalmente), asumen los trabajos pastorales en beneficio de los hermanos, especialmente mediante la predicación y la consagración misionera, renunciando a la “estabilidad” monástica y estando dispuestos a ponerse siempre en camino para ofrecer su servicio allí donde se los requiera.
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