Vi a lo lejos la figura de un hombre. Ni siquiera le miré a la cara, bastante mala fama tenía yo ya en la región como para hablar con un desconocido.
Fue él quien se dirigió a mí; “dame de beber” me pidió, y su voz, más clara que el agua que yo iba a buscar, y más profunda, me hizo estremecer.
Él me pidió agua a mí, pero no era el agua del pozo lo que quería sino el agua turbia de mi vida disipada, de mi cansancio y mis errores, de mi locura y mi extravío. Estaba loco aquel extranjero. Sí, loco de amor, supe después, y quería ser correspondido.
Volví a verle dos años después de aquel dichoso encuentro; fue en el Gólgota, y estaba clavado a una cruz. Hasta allí lo seguí con las otras mujeres, y Él volvió a manifestar su sed, esta vez a todo el universo. “Tengo sed”, dijo, con la voz desgarrada, y estaba diciendo “ámame”, como aquel mediodía de sol implacable junto al pozo de Jacob.
Qué voy a darle yo, me dije entonces, cómo va a necesitar de mi amor un hombre como él. Mi amor manoseado, mi amor a ras de tierra, manchado de mentiras, traiciones y abandonos…
Hoy ya sé la respuesta, y es definitiva. Él quiere nuestro amor, el tuyo, el mío, porque no mira si es pobre o limitado, si está lleno de excusas y egoísmos, nos ama como somos, y el que ama no mira las miserias de su amado, pues sabe que su amor cubrirá toda carencia, transformará al amado, porque el amor puede todo, perdona todo, soporta todo, sin límites.
Diciendo tengo sed desde la cruz, me volvía a pedir que le amara. Me miró y me sentí sola con él, de nuevo junto al pozo de Sicar...
Reflexiones tomadas de un texto mucho más largo en el blog Días de gracia.
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