Ayer comenzamos a explicar el evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (ciclo a). La mujer samaritana es una imagen muy lograda de aquellos que buscan la felicidad donde no se encuentra. Representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había intentado satisfacerla con seis hombres distintos, pero seguía sedienta.
Como ella, en su búsqueda de la felicidad muchos ponen el corazón en diferentes proyectos. Dejan uno y toman otro, con el deseo de que el próximo sea algo mejor que el anterior. Pero siguen sedientos y cada vez esperan menos de la vida, ya que sus sueños se van desvaneciendo uno tras otro. Se conforman con un poco de agua que calme momentáneamente sus deseos.
Pero, en cierto momento, Jesús se hace presente a su lado y los hace descubrir su vacío interior. Algunos se sienten incómodos y lo rechazan. Otros asumen la verdad y lo acogen, como hizo la samaritana.
Quienes reconocen su debilidad y aceptan su sed se abren a la obra de Cristo, suplicándole: «Señor, dame de tu agua». Entonces, Él hace brotar de sus corazones «un manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna». El pecado no tiene la última palabra. Si Cristo es acogido, da el perdón y la paz, revela sus misterios, renueva por dentro. Sucedió con la samaritana. Sucede cada vez que un hombre se abre a su gracia.
La Iglesia se reconoce en la samaritana. Confiesa con humildad los pecados de sus hijos y pide perdón por ellos. Estaba sedienta de felicidad y la ha buscado en aljibes agrietados (cf. Jer 2,13). Pero, después de escuchar la predicación del Señor, resurge en ella el deseo de conversión, por lo que retoma las prácticas cuaresmales con renovado empeño y suplica con humildad: «Señor, danos de tu agua, la que brota de tu costado, porque solo en ti está la fuente de la vida».
La Iglesia se reconoce en la samaritana. Confiesa con humildad los pecados de sus hijos y pide perdón por ellos. Estaba sedienta de felicidad y la ha buscado en aljibes agrietados (cf. Jer 2,13). Pero, después de escuchar la predicación del Señor, resurge en ella el deseo de conversión, por lo que retoma las prácticas cuaresmales con renovado empeño y suplica con humildad: «Señor, danos de tu agua, la que brota de tu costado, porque solo en ti está la fuente de la vida».
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