Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 25 de mayo de 2020

Es difícil hablar del Espíritu Santo


Todos somos conscientes de que es difícil hablar del Espíritu Santo. 

En el Antiguo Testamento, el Padre revela algo de su identidad hablando de sí mismo («Yo no quiero la muerte del pecador»). Lo mismo hace el Hijo en el Nuevo Testamento («Yo soy el camino»).

El Espíritu Santo está presente en la Sagrada Escritura desde el principio (Gén 1,2) hasta el final (Ap 22,17), pero nunca ha hablado de sí mismo usando el pronombre personal «yo», sino que permanece en el anonimato.

San Pablo afirma: «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,11). En la Biblia, el Espíritu, que conoce la intimidad de Dios, revela al Padre y al Hijo, pero no se revela a sí mismo.

El apóstol de los gentiles dice que «el Espíritu Santo clama en nuestros corazones “Abba”, Padre» (Gál 4,6) y que «nadie puede decir “Jesús es Señor” si el Espíritu Santo no le mueve» (1Cor 12,3).

Es decir, que el Espíritu revela al Padre y al Hijo, y se manifiesta en referencia a los dos. Es el vínculo de amor que une y diferencia al Padre y al Hijo; es la relación entre ambos, la fuerza que impulsa a Dios a salir de sí mismo. Está al origen de la creación, de la revelación, de la encarnación; pero permanece oculto, inefable.

Desde nuestra experiencia, sabemos lo que es un padre y podemos hacernos una idea (aunque imperfecta) de la primera persona de la Santísima Trinidad.

También tenemos experiencia de lo que significa ser hijo y, mirando a Jesús, podemos comprender algo sobre la segunda persona de la Santísima Trinidad (aunque siempre nos quede lo más y mejor por descubrir).

Pero no tenemos puntos de referencia para hablar del Espíritu Santo. Él no tiene forma ni figura, ni encontramos analogías para explicar su misterio. La misma palabra «Espíritu» también puede ser aplicada al Padre y al Hijo. Y con la calificación «Santo» sucede lo mismo: también el Padre y el Hijo lo son.

Al Espíritu Santo no lo podemos conocer por lo que es en sí mismo, sino por sus efectos, por su obra en la creación, en la historia de la salvación y en nosotros mismos, ya que el Espíritu es la acción misma de Dios: el poder con el que Dios actúa, la gracia por la que Dios salva, el amor con el que Dios ama.

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