Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 23 de noviembre de 2018

Pasión, muerte y resurrección de Cristo


Pinturas de Bradi Barth (1922-2007) sobre la pasión, muerte y resurrección de Cristo. De izquierda a derecha y de arriba abajo: la oración de Jesús en el huerto de los olivos, el juicio de Pilato, la flagelación, Cristo con la cruz a cuestas, crucifixión, deposición en el sepulcro, descenso a los infiernos, resurrección y anuncio de la resurrección a las mujeres.

«Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,23-24). Nunca terminaremos de entender del todo este admirable misterio, pero creemos que sus sufrimientos son redentores para nosotros, que «sus heridas nos han curado».

En el Gólgota, Jesús fue despojado de sus ropas y de su dignidad. Sufrió la suerte de los rebeldes y los asesinos; fue contado como uno de ellos (cf. Is 53,9). Todo el mal y el pecado del mundo cayeron sobre él desfigurándolo y destrozándolo por completo (cf. Is 53,5).

La muerte de Cristo es el último paso de un proceso de abajamiento por amor, que inicia en la encarnación, tal como canta el conocido himno de Flp 2,6-11. A diferencia de Adán que quería actuar como Dios sin serlo, el Hijo de Dios se «despojó de su rango» y asumió la condición humana, con todas las consecuencias. No una condición humana ideal, sino la real, herida y humillada por el pecado, sometida al sufrimiento y a la muerte. Voluntariamente se hizo pequeño y débil, solidario con los pecadores. Y lo hizo por amor.

Paradójicamente, en la debilidad libremente asumida por Cristo se manifiesta la fuerza del amor «hasta el extremo». Esto explica por qué la Iglesia venera la cruz. No porque es un instrumento de tortura, sino porque Cristo ha manifestado en ella hasta dónde llega su amor.

Pero, en la historia de Jesús y en la nuestra, la última palabra no la tiene el pecado, sino la gracia; no el sufrimiento, sino el consuelo; no la muerte, sino la resurrección. Por eso decimos: «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero».

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