Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Curso bíblico: 32. El reino de Judea


Después de hablar del reino del norte, hablemos ahora del reino del sur. Empecemos recordando que sus reyes no fueron mejores que los del norte (salvo contadas excepciones, como Ezequías y Josías), ni estuvieron exentos de intrigas y asesinatos, aunque tuvieron mayor estabilidad, ya que todos ellos pertenecieron a la dinastía davídica.


El pueblo se consideraba seguro, porque poseía el arca de la alianza en el templo de Jerusalén y confiaba en que un descendiente de David se sentaría siempre sobre su trono. Los profetas denunciaron continuamente la corrupción de las costumbres y el formalismo cultual, que no afectaba a la vida, así como la falsa confianza depositada en el templo y en la monarquía davídica.

Los profetas Isaías, Miqueas, Sofonías, Nahún, Habacuc y Jeremías llamaron continuamente a la conversión, para evitar que se repitiera en Judea el desastre de Israel, pero sin que el pueblo les hiciera caso. 


Finalmente, Nabucodonosor invade Jerusalén y realiza una primera deportación el 598 a. C. La ciudad se subleva y el 587 a. C. es totalmente destruida por los caldeos, que se llevan a Babilonia al resto de sus habitantes (2Re 25,1ss).

La Sagrada Escritura interpreta los acontecimientos en clave religiosa: «Todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo pecaron sin cesar, practicando las abominaciones idolátricas de las naciones y contaminando el templo que el Señor se había consagrado en Jerusalén. El Señor, Dios de sus antepasados, en su afán por salvar a su pueblo y a su templo, les envió continuos mensajeros. Pero se burlaron de ellos, menospreciaron sus palabras, y maltrataron a sus profetas, hasta colmar la ira del Señor contra su pueblo, hasta el punto que ya no hubo remedio» (2Cro 36,14ss).

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