Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 21 de septiembre de 2018

Hoy cumplo 52 años


Hoy cumplo 52 años de vida y 32 de consagración religiosa, ya que hice mis votos en el Carmelo descalzo el día en que cumplí 20 años. Mirando hacia atrás, solo puedo dar gracias a Dios por todo lo vivido, por las personas que él ha puesto en mi camino, por las bendiciones con las que me ha colmado.

Si me miro a mí mismo, debo decir al Señor, como san Pedro: “Apártate de mí, que soy un pobre pecador”. Pero si le miro a él, tomo conciencia –una vez más– de que en mi debilidad se manifiesta su gracia, de que en mi pobre vaso de barro ha depositado un tesoro de valor incalculable, y le canto, con san Juan de la Cruz:

De flores y esmeraldas,
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas,
en tu amor florecidas
y en un cabello mío entretejidas.

Efectivamente, Dios me permite preparar una guirnalda de flores y esmeraldas, un collar de cosas hermosas, de experiencias de gracia y bendición, que provienen todas de él. Él y solo él es la fuente de donde me han venido tantas cosas buenas que he recibido en estos años y por las que ahora le doy gracias. Yo solo he puesto “un cabello”, el hilo en el que se engarzan sus preciosos regalos. Algo necesario –es verdad– para hacer la guirnalda, pero sin valor en sí mismo.

En solo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.

Por mucho que lo considere, nunca podré entender que Dios se haya fijado en mí, que me haya llamado a su servicio, que me haya bendecido tan sobreabundantemente, que se haya servido de mí para hacer maravillas. No tenía mucho que ofrecerle. Lo que hoy tengo y soy es don de su gracia; mis “flores y esmeraldas” son los regalos que él mismo me ha ofrecido desde “las frescas mañanas” de mi vida hasta el presente. Pero él se ha prendado “de un cabello mío” y se ha servido de esa minucia para engarzar sus bendiciones y convertirlas en algo agradable a sus ojos.

Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que vían.

Soy plenamente consciente de que es su mirada la que me salva, la que me hace digno de amor. Como “el mirar de Dios es amar y hacer mercedes”, con sola su mirada me ha dejado revestido de su gracia y hermosura. Cada uno de nosotros aprecia especialmente algunas cosas, lugares, experiencias… No es que sean mejores o peores que otras, pero para nosotros son importantes, porque las miramos con amor. Yo me siento mirado con predilección por Cristo. Es su mirada la que da sentido y valor a mi vida, la que embellece mi existencia.

No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

Durante siglos, tener la piel oscura era sinónimo de ser pobre, de trabajar al aire abierto, mientras que los ricos protegían su piel del sol. Yo no tengo que presumir de pertenecer a una clase social o espiritual considerada superior. Soy pobre, débil, pecador, “moreno”, pero la mirada de Cristo es la fuente de mi gozo y de mi paz. Él me miró y me mira con afecto. Su mirada me reviste de gracia y hermosura, de maravillosas bendiciones. Eso me basta.

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