Artículo publicado en la Revista de espiritualidad, que dedicó un número monográfico a tratar este tema. Esta fue mi colaboración.
Desde hace más de cincuenta años, el nombre de Joseph Ratzinger va unido a la reflexión teológica, especialmente en dos campos:
1- La teología fundamental (que trata de la relación de la fe con la razón, las características de la revelación bíblica, el diálogo del cristianismo con la cultura y con las otras religiones, las relaciones entre el catolicismo y las otras confesiones cristianas, etc.)
2- La teología sistemática (que parte de la vida y enseñanzas de Cristo, considerado el centro de la fe y de la vida de los cristianos. A partir de la cristología desarrolla el tratado sobre el Dios-Trinidad que se revela en Cristo, la visión cristiana del hombre y, por último, la identidad y la misión de la Iglesia).
Ratzinger ha escrito libros y artículos sobre todos estos argumentos (y sobre otros que ahora no nos interesan), que se están recogiendo en la edición completa de su Opera Omnia, de la que ya han visto la luz 9 volúmenes de los 16 programados.
Ratzinger y la eclesiología
Muchos recuerdan que, cuando le hicieron obispo, el teólogo protestante Wolfhart Pannenberg (1928-2014) afirmó que quizás la Iglesia Católica ganaba un buen pastor (el tiempo lo diría), pero toda la teología cristiana perdía un gran pensador.
La verdad es que Ratzinger nunca abandonó la reflexión teológica, ni después de haber sido nombrado obispo en 1977, ni cuando fue llamado a Roma para presidir la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1982, ni tampoco cuando se le solicitó que presidiera la Iglesia en la caridad como papa en 2005.
Incluso con su renuncia al papado nos ofreció una profunda reflexión teológica. De hecho, hay quienes afirman que Benedicto XVI ha hecho más por la eclesiología con su renuncia al papado que con todos sus escritos anteriores.
Y eso que su reflexión eclesiológica es uno de los campos más profundos y abundantes de su trabajo teológico, hasta el punto de que en 1996, cuando en una entrevista le pidieron que destacara lo que él consideraba el aspecto más importante de su trabajo teológico, respondió:
«Tal vez, que desde un principio me fijé en el tema de la Iglesia, que he seguido a lo largo de toda mi vida. Para mí siempre ha sido importante que la Iglesia no fuera un fin en sí misma, sino que la razón de su existir es que nosotros podamos conocer y llegar a Dios. Así que yo diría que trato el tema de la Iglesia porque de este modo nace la mirada hacia Dios, y en ese sentido Dios es el tema central de todos mis esfuerzos».
Como estudiante, ya dedicó su tesis doctoral a la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia. Desde entonces, dedicó cursos y publicaciones a tratar sobre el origen, la naturaleza y la identidad de la Iglesia. Además, su reflexión teórica ha ido siempre unida a su actitud de servicio concreto a la Iglesia.
En el Concilio Vaticano II participó primero como asesor del Cardenal Frings de Colonia y después como perito. Más tarde, aunque se sentía llamado al estudio y a la docencia, aceptó servir a la Iglesia en los distintos encargos que se le solicitaron como obispo, como cardenal y como papa.
Colaborador de la Verdad
Para comprender el servicio de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI a la Iglesia, hay que detenerse un momento en su lema episcopal y pontificio, que dice: «Cooperatores Veritatis». Él es consciente de que todos en la Iglesia debemos ser «colaboradores con [el que es] la Verdad».
Así se sintió siempre y eso propone a todos los ministros de la Iglesia. Solo Cristo es la Verdad que puede hacernos libres y que nos ofrece la salvación. Todos los cristianos (incluido el pontífice romano) somos sencillos colaboradores, llamados a ejercitar una u otra misión, cada uno según sus capacidades.
De hecho, sus primeras palabras al presentarse en la plaza de san Pedro después de haber sido elegido como papa fueron: «Los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela que el Señor sepa trabajar con instrumentos insuficientes y me entrego a vuestras oraciones. En la alegría del Señor y con su ayuda permanente, trabajaremos».
Este sentirse solo «colaborador» o «simple y humilde trabajador en la viña del Señor» y no propietario de la misma entró en contraste con aquellos que identifican de tal manera al mensajero y al mensaje, que consideraron ilógica la renuncia de Benedicto, acusándole de debilidad y afirmando públicamente que «de la cruz no se debe bajar», como hizo en una entrevista el cardenal Stanislaw Dziwisz.
Sobre la validez de la renuncia
La insistencia en la invalidez de su renuncia por parte de algunos sectores conservadores de la Iglesia llevó al papa emérito a emitir una nota al año del suceso afirmando claramente: «No existe la menor duda sobre la validez de mi renuncia al ministerio petrino. Única condición de la validez es la plena libertad de la decisión. Las especulaciones sobre la invalidez de la renuncia son simplemente absurdas».
En realidad, él mismo había hablado de esa posibilidad, el año 2010 en el libro-entrevista con el periodista alemán Peter Seewald titulado «Luz del mundo», indicando que podría llegar a ser «un deber» si se daba la circunstancia: «Si un papa se da cuenta con claridad de que ya no es física, psicológica o espiritualmente capaz de ejercer el cargo que se le ha confiado, entonces tiene el derecho y, en algunas circunstancias, también el deber, de dimitir».
El 27 de febrero de 2013, en la última audiencia de los miércoles, explicó así los motivos de su renuncia: «En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada no para mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo».
Y añadió que su renuncia no significaba una vuelta a su vida anterior a la elección. Él es consciente de que su vida no le pertenece, sino que es de Cristo, pero hay distintas maneras de servirle y la edad y las condiciones físicas influyen en la manera concreta de hacerlo:
«Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de San Pedro».
Como vemos, con su afirmación «No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado», intentaba dar respuesta a la acusación que le lanzó el cardenal de Cracovia.
Benedicto XVI, plenamente consciente de la novedad que suponía su renuncia, expresó de manera clara y concisa los motivos que le llevaron a presentarla:
«Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma, sucesor de san Pedro».
Volviendo sobre el tema de la renuncia, que algunos siguen considerando inválida hasta el presente, el famoso teólogo Hans Küng hizo pública una carta que le dirigió Benedicto XVI, en la que afirmaba: «Yo estoy agradecido de poder estar unido por una gran identidad de visión y por una amistad de corazón al papa Francisco. Hoy, veo como mi única y última tarea apoyar su pontificado con la oración».
Ante la insistencia de algunos en que la cita era falsa, el periodista Andrea Tornielli escribió una carta al papa emérito preguntándole sobre la misma, a la que respondió con una nueva misiva: «El profesor Küng citó literal y correctamente las palabras de mi carta a él dirigida».
Precedentes de renuncias pontificias y legislación al respecto
Durante la Edad Media se usaron como «exempla» para justificar una posible renuncia varios casos. Tres de ellos sabemos hoy que no se dieron: Clemente Romano, Ciriaco y Marcelino.
Del primero, se dice que lo hizo por humildad, en favor de Lino y Anacleto, primer y segundo sucesores de san Pedro, pero que a la muerte de estos recuperó el cargo. De los otros dos se dice que lo hicieron por causa de las persecuciones para no dejar la Iglesia de Roma sin obispo que la guiara.
Mayor credibilidad histórica tienen las otras renuncias que se citaban junto a las anteriores: las de los papas Ponciano (231-235), Cornelio (251-253) y Liberio (352-366).
La renuncia del primero, que fue deportado a Sardeña por el emperador Maximino, es la primera realmente documentada en la historia de la Iglesia. Por su parte, el emperador Treboniano Galo desterró a Civitavecchia a Cornelio y el emperador Constancio II desterró a Berea de Tracia a Liberio. Parece que estos dos siguieron el ejemplo de Ponciano, aunque los casos no fueron exactamente iguales ni están tan documentados como el anterior.
Desde el s. IV tenemos varios casos de renuncias de obispos a sus sedes movidos por el «zelum melioris vitae»; es decir, para entrar en un monasterio o dedicarse a la vida eremítica, pero en ningún caso se trata del titular de la sede romana.
Solo se encuentra un intento de renuncia en 1197 por parte de Celestino III, que se encontraba a punto de morir, pero los cardenales no se la admitieron.
Para evitar que pudiera repetirse un intento similar, su sucesor Inocencio III, en el discurso de su coronación pontificia desarrolló el tema del matrimonio espiritual entre el pontífice y la Iglesia romana y afirmó que ese lazo es indisoluble hasta la muerte del primero, declarando ilícito cualquier tipo de divorcio entre el papa y la Iglesia romana, tanto por causa voluntaria («renuntiatio») como obligado por otros («depositio»), excepto en caso de herejía.
Los canonistas se encargaron de dar forma a esa teoría afirmando que el papa no podía renunciar por «defectus superioris»; es decir, porque no hay nadie por encima de él a quien presentar la renuncia.
En el caso de los obispos era distinto, porque presentaban la renuncia al papa, que podía aceptarla o rechazarla después de escuchar sus motivaciones.
Por eso, cuando Celestino V presentó su renuncia en 1294, la Iglesia se dividió entre quienes la rechazaban frontalmente y los que la aceptaron pensando que no aceptarla comportaría un perjuicio a la «salus animarum» de los fieles. Su sucesor Bonifacio VIII la aceptó como válida para poder justificar su elección, pero la mayoría de los contemporáneos la rechazaron.
Ubertino da Casale, considerado el mejor teólogo de la época, la calificó de «horrenda novitas» y no dudó en tildar a su sucesor de «anticristo». Todos saben que Dante colocó a Celestino V en el infierno afirmando de él «che fece per viltade il gran rifiuto» (que hizo la gran renuncia por villanía).
De hecho, ningún otro pontífice después de él presentó la renuncia, aunque algunos tomaron muy en serio la posibilidad de hacerlo, como Pío XII y Pablo VI.
El código de derecho canónico de 1917 aceptó esa posibilidad (canon 221), al igual que el de 1983 (canon 332 § 2), que dice: «Si el romano pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie». Esta disposición se repite con las mismas palabras en el código de cánones de las Iglesias orientales de 1990 (canon 44 § 2).
El primado de la conciencia
La renuncia de Benedicto XVI subraya el primado absolutamente irrenunciable de la conciencia rectamente formada y honestamente decidida a buscar lo mejor, aunque sea lo más difícil. Un argumento al que había dedicado importantes estudios, como una famosa conferencia de 1991 titulada precisamente «Conciencia y verdad».
Iluminado por Sócrates, san Agustín, santo Tomás Moro y el beato J. H. Newman, en dicho estudio afirma que actuar en conciencia «no coincide con los propios gustos y deseos; tampoco se identifica con lo que es socialmente más ventajoso, con el consenso del grupo o con las exigencias del poder político o social».
De Newman asume que «la conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes. La conciencia es el más genuino Vicario de Cristo, un profeta en sus mensajes, con autoridad perentoria como la de un Rey; un Sumo Sacerdote en sus bendiciones y anatemas. Aunque el eterno sacerdocio dejara de existir en la Iglesia, en la conciencia permanecería el principio sacerdotal y en ella tendría su poder».
Por eso, al presentar formalmente su renuncia, Benedicto XVI comenzó así: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia…», entendiendo la «conciencia» como ese abrirse a la voz de la Verdad y a sus exigencias, aunque sean duras, examinando con detenimiento las consecuencias de las propias decisiones y del propio actuar.
Sin duda, a la hora de tomar una decisión tan seria, le influyó el conocimiento directo que él tenía de la situación que se creó en la Santa Sede durante los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, que se encontraba incapacitado para tomar decisiones, lo que favoreció que las tomaran en su lugar algunos colaboradores con pocos escrúpulos, que las hacían pasar como suyas, y el peligro de que se pudiera repetir una situación similar.
De hecho, los numerosos escándalos curiales que acompañaron el pontificado de Benedicto XVI fueron la reacción a sus esfuerzos por aclarar, corregir y reconducir la situación que se creó durante los últimos años de gobierno de su predecesor.
El ejercicio del «ministerio petrino»
Benedicto XVI no quería desautorizar a Juan Pablo II, que no renunció al papado a pesar de su incapacidad real para seguir gobernando la Iglesia. Por eso afirmó: «Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando».
Admite que se puede desarrollar ese servicio también «sufriendo y rezando», pero es esencial el uso de la expresión «no únicamente», que se aplica tanto a la primera parte del discurso («no únicamente con palabras y obras») como a la segunda («no únicamente sufriendo y rezando»).
Quizás en otro tiempo pudo bastar una forma u otra, pero –añade– los tiempos han cambiado con gran rapidez, por lo que hoy son necesarias las dos realidades (el trabajo y la oración).
Él se sentía capacitado para servir a la Iglesia con la oración, pero le faltaban las fuerzas necesarias para las tareas de gobierno, por lo que se sintió en la obligación moral de renunciar a las mismas por el bien de la Iglesia.
Joseph Ratzinger es un intelectual de alto nivel. Por eso, al presentar su renuncia midió cada una de las palabras que usó para no decir ni más ni menos de lo que pretendía.
Mientras que Bonifacio VIII aceptó la discutida «renuncia al papado» de su predecesor Celestino V, Benedicto XVI renunció formalmente «al ejercicio del ministerio petrino». No se trata de un juego de palabras, sino de la nueva comprensión que la Iglesia tiene del lugar de papa y de su misión.
Para comprender el razonamiento del papa emérito tenemos que recordar una famosísima carta-tratado de san Bernardo de Claraval al papa Eugenio III.
Hablando de la «heredad» que corresponde al papa, dice: «Pienso que no puedes disponer de ella absolutamente, pues no te la han dado en propiedad, sino para administrarla» (libro 3, capítulo 1).
Y añade: «Tú gozas de una autoridad; mas para velar, servir, dirigir y mirar por el bien de todos. Presides la Iglesia para servirla. La gobiernas como un empleado fiel y cuidadoso, encargado por el amo. ¿Para qué? Para dar a su servidumbre la comida a sus horas, es decir, para que te desvivas por ella, no para dominarla» (libro 3, capítulo 2).
Como se ve en este texto, el papado no consiste tanto en un poder o en una dignidad que se han recibido y se deben conservar hasta el final, cuanto en un servicio que se debe realizar mientras se tengan las fuerzas reales para hacerlo.
Este tema fue muy repetido por Benedicto XVI en sus intervenciones, como cuando afirmó: «En este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los papas de todos los tiempos, san Bernardo no solo indica cómo ser un buen papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo» (Audiencia, 21-10-2009).
Por eso, al ver que sus fuerzas para realizar ese servicio disminuían, se sintió obligado en conciencia a presentar su renuncia al ejercicio del mismo.
Siendo consciente de su incapacidad para seguir administrando correctamente el encargo recibido, no renuncia al «papado» (como Celestino V) ni al «munus» («poder» o «potestad») del que habla el canon 332 § 2, sino al «ministerium» («servicio»), por lo que en su última audiencia pública explica que renuncia «al ejercicio activo del ministerio», ya que le faltan las fuerzas para seguir realizando ese servicio a la Iglesia.
El «servicio de la oración»
Como ya hemos visto, en el texto de su renuncia, Benedicto XVI afirmaba: «Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de San Pedro».
Igual que habla de un «servicio de gobierno» al que renuncia, habla también de un «servicio de la oración», tan valioso como aquel, al que no puede ni quiere renunciar.
Esta es una de las grandes enseñanzas del papa emérito: la oración no es una actividad privada e intimista, algo opcional en la vida de los cristianos, sino que es un verdadero servicio a la Iglesia, que tiene un valor que no se puede calcular con criterios solo humanos.
Sus enseñanzas sobre la importancia de la oración permanecerán como uno de los grandes tesoros de la historia de la Iglesia, especialmente el ciclo que dedicó a presentar una «escuela de oración», como él mismo llamó en varias ocasiones a las catequesis que desarrolló en las audiencias entre el 4 de mayo de 2011 y el 3 de octubre de 2012, aunque este es un tema que resonó en otras muchas intervenciones suyas.
Comentando la invitación de Jesús para que oremos «siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1), dijo: «A primera vista, podría parecer un mensaje poco pertinente, poco realista, [… pero] la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la oración se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza de transformación del mundo» (Homilía, 21-10-2007).
En varias ocasiones afirmó que esta debe ser la ocupación primera en la vida de los pastores de la Iglesia: «Quiero subrayar lo siguiente: por más compromisos que podamos tener, es una prioridad encontrar cada día una hora de tiempo para estar en silencio para el Señor y con el Señor» (Encuentro con el clero, 06-08-2008).
Lo más sorprendente es que también afirmó en distintas ocasiones que la oración es la primera obligación del papa (aunque no la única): «Sé bien que el primer servicio que puedo hacer a la Iglesia y a la humanidad es precisamente el de la oración, porque al rezar pongo confiado en las manos del Señor el ministerio que él mismo me ha encomendado, junto con el destino de toda la comunidad eclesial y civil» (Audiencia general, 13-08-2008).
Comentando la carta-tratado de san Bernardo al papa Eugenio III, de la que ya hemos hablado, dice: «El santo afirma que es necesario evitar los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, pues –así dice al papa de ese tiempo, a todos los papas, y a todos nosotros– las muchas ocupaciones llevan con frecuencia a la “dureza del corazón”. […] Esta advertencia vale para todo tipo de ocupaciones, incluidas las inherentes al gobierno de la Iglesia. […] ¡Cuán útil es también para nosotros esta advertencia sobre la primacía de la oración y de la contemplación!» (Ángelus 20-08-2006).
No es extraño, por lo tanto, que al retirarse del servicio activo como pastor de la Iglesia universal, dejando de lado las otras obligaciones de su cargo, anunciara que su única ocupación desde ese momento sería ocuparse en orar. De esta manera recuerda a toda la Iglesia la importancia fundamental de la oración.
Un papa monje
En la historia de la Iglesia se han dado varios casos de monjes elegidos para ser papas (en las Iglesias orientales los obispos siguen siendo escogidos de entre los monjes), pero Benedicto XVI es el primer caso de papa que se hace «monje» (es verdad que no ha sido así jurídicamente hablando, aunque sí en un sentido espiritual).
Ya hemos dicho que en tiempos pasados se dieron algunos casos de obispos que renunciaron a la mitra para consagrarse a Dios en la vida monástica (lo que se llamaba «zelum melioris vitae»), pero esta es la primera vez que lo hace un obispo de Roma.
El P. Diego Roqué (monje del monasterio del Cristo Orante en Mendoza, Argentina), en un artículo titulado «Benedicto XVI, de papa a monje», que conoció una gran difusión en internet en el momento de la renuncia, afirmaba:
«No va por menos, sino por más; no se baja de la Cruz, sino que trepa más alto: audazmente ha dado un paso adelante (no al costado) para afrontar los inmensos retos de la Iglesia con mejor armamento que el que le posibilitaba la sede de Pedro: la plegaria, la omnipotencia suplicante. Como dice un famoso texto de Chesterton: “Al revés de lo que se cree, cuando las cosas andan realmente mal, ya no se necesita al hombre práctico; es la hora del hombre teórico, del contemplativo”. Por eso este inmenso Papa que Dios nos ha regalado deja el valle y sube a la montaña».
Y añade: «Aún no se ha entendido del todo el gesto. Nos llevará seguramente algunos años». Es lo que estamos haciendo en esta reflexión a los dos años de la renuncia de Benedicto: intentar intuir las consecuencias que la misma tendrá para la vida de la Iglesia y para la teología que, sin duda, son mayores de lo que parecía a primera vista.
Conclusión
La renuncia de Benedicto subraya que Cristo es el único salvador del mundo y que todos los demás solo somos colaboradores suyos. También recuerda el primado de la oración en la vida cristiana, así como la importancia de la vida monástica.
Pero lo verdaderamente novedoso, lo que su renuncia puso realmente en discusión es la manera concreta de gobernar la Iglesia y de ejercitar los ministerios en su seno. Y esto sin negar la ministerialidad de la Iglesia ni la necesidad de que algunos realicen tareas de gobierno en ella.
Como ya he dicho en las entradas anteriores, si el papa puede renunciar al ejercicio del ministerio petrino, también puede cambiar la manera de ejercitarlo y la forma concreta de su elección (y creo que ambas cosas son necesarias para que todo sea más evangélico).
De ahí la importancia que su sucesor da a la reforma de la curia romana (los principales colaboradores del papa en el gobierno de la Iglesia universal), en la que está trabajando con una comisión internacional desde hace dos años.
Y si puede cambiar la forma de ejercitar ese ministerio supremo, también pueden ponerse en discusión las maneras concretas de ejercitar los otros ministerios e incluso el número y la definición de los mismos.
Nada nuevo, ya que las estructuras de gobierno de la Iglesia, así como el número y la comprensión de los ministerios han cambiado continuamente a lo largo de la historia, aunque algunos parezcan no darse cuenta.
Lo importante es que recordemos siempre que lo esencial del Cristianismo es el encuentro personal con Cristo vivo y que coloquemos el evangelio como norma suprema de nuestro actuar.
Todo lo demás está al servicio de esta realidad, por lo que las estructuras de gobierno pueden cambiar para adaptarse a las nuevas circunstancias históricas y cumplir mejor esa misión en cada momento.
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