El P. Bruno Moriconi es un carmelita descalzo italiano, profesor de Sagrada Escritura en el Teresianum de Roma, que ha publicado muchos libros y artículos sobre temas bíblicos y espirituales. Además es un poeta de gran sensibilidad y una buenísima persona, a la que tengo el honor de contar entre mis amigos.
El poema de hoy lo escribió hace poco, todo seguido, sin detenerse a buscar las palabras, mientras se encontraba en Ávila para participar en un congreso. Simplemente le surgió mientras miraba las murallas desde el monasterio de la Encarnación.
A su regreso a Roma me lo recitó y le pedí que me dejara publicarlo en el blog, ya que es precioso. Él mismo ha realizado la traducción al español. Lo pongo primero en español y después en el original italiano.
Teresa, el Castillo
Bajo la lluvia
también Ávila estaba triste ayer
y parecían todavía más grises
las cuatro tapias
del monasterio antiguo
donde bajaste, Teresa,
buscando a Dios,
a los pies del castillo almenado
de la ciudad de tu padre,
hidalga, hija de alguien [que cuenta].
Veinte años, en cambio,
Te hicieron falta,
a ti también,
a pesar de que ibas buscando la Verdad,
desde niña.
Veinte años, para entender que Él
estaba buscándote a ti,
dentro,
siempre más dentro de ti,
sin pretensiones ni afanes.
De morada en morada,
hasta la séptima,
esperándote Él desde siempre.
Y tú, al entenderlo,
a rápidos surcos de pluma
empezaste a gritar
que Él también nos espera a nosotros,
libres del aburrimiento gris de los días,
encontrando de una vez al Amor
en el propio castillo paterno.
Porque somos Sus hijos,
todos,
y no simplemente de alguien.
Teresa, il Castello
Sotto la pioggia
anche Avila ieri era triste
e sembravano più grigie
perfino le quattro mura di cinta
del convento antico
dove scendesti, Teresa,
a cercare Dio,
ai piedi del castello merlato
della città di tuo padre,
hidalga, figlia di qualcuno che conta.
Vent’anni, però, ti ci vollero,
anche a te,
nonostante cercassi la Verità,
fin da piccola.
Vent’anni per capire ch’era Lui
a cercare te,
dentro,
sempre più dentro di te,
senza pretese né smanie.
Di stanza in stanza,
fino alla settima,
ad attenderti Lui, da sempre.
E tu, al capirlo, cominciare a gridare,
a rapidi solchi di penna,
che aspetta anche noi, Lui,
liberi dall’uggia grigia dei giorni,
trovato l’amore
nel proprio castello paterno.
Perché di Lui siamo figli,
tutti,
e non semplicemente di qualcuno.
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