martes, 3 de marzo de 2020
Los rasgos esenciales de la oración cristiana
San Mateo recoge en los capítulos 5-7 de su evangelio un resumen de la propuesta de vida que Jesús hace a los que deciden seguirlo. Es lo que conocemos como «Sermón de la Montaña».
Primero se dirige a sus discípulos, a los que presenta las «Bienaventuranzas» como código de conducta para los cristianos (5,1ss).
A continuación habla de los letrados, los escribas, los especialistas en la enseñanza, oponiendo sus interpretaciones de la Ley al nuevo Espíritu que él trae: «Habéis oído que se dijo… pero yo os digo…» (5,17ss).
Luego hace referencia a los fariseos, que eran las personas más piadosas y observantes de las leyes y costumbres del judaísmo y explica la manera de practicar la piedad como Dios quiere: respetando la verdad de Dios y respetando la verdad del que a él se acerca (6,1ss).
El discurso termina con una exhortación dirigida a todos, en la que invita a la confianza en Dios y a la autenticidad (7,13ss).
Jesús comenta las tres principales obligaciones religiosas de los judíos: la limosna (6,1-4), la oración (6,5-14) y el ayuno (6,16-18). Las tres son presentadas de la misma manera: «Tú, cuando des limosna..., cuando ores..., cuando ayunes..., no lo hagas para que te vean ni por otros motivos humanos...; hazlo con autenticidad, como expresión de lo que llevas en el corazón..., y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará».
La más desarrollada de las tres es la explicación sobre la oración, que es el corazón de la piedad, de la religión. El Señor explica cómo no hay que hacerla y cómo sí. Aquí inserta el Padre nuestro como resumen y modelo de toda oración cristiana.
Mateo se dirige a personas que sabían orar, pero que tenían el peligro de hacerlo para autojustificarse ante Dios o por rutina, para cumplir con una obligación formal. Por eso recoge unas enseñanzas de Jesús, que invitan a descubrir lo esencial de la plegaria y describe la manera correcta de realizarla.
«No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces, vuestro Padre celestial no os recompensará [...]. Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará. Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre...» (Mt 6,1.5-13).
Jesús pide a sus discípulos unas actitudes distintas de las que manifiestan los escribas y fariseos. Los «actos» son los mismos (limosna, oración y ayuno), pero no las «actitudes», las motivaciones que los provocan y la forma de realizarlos.
Las enseñanzas de Jesús nos indican que las obras de piedad son siempre beneficiosas para quienes las realizan, hasta el punto de que continuamente se hace referencia a la recompensa, al salario que se recibirá a cambio. Pero los fariseos las hacen buscando una ganancia inmediata, que se traduce en el aplauso de los hombres y en la buena «fama» o reputación; es decir: en la satisfacción de la propia vanidad. Por eso son «hipócritas», que literalmente significa «comediantes» y, también, en el sentido judaico, son «impíos». Se dice de ellos que «ya han recibido su recompensa». Efectivamente, lo que quieren es el reconocimiento público y la tranquilidad de su conciencia; pues ya lo tienen, pero no conseguirán nada más. Jesús ofrece una recompensa mucho mayor y mejor.
Los cristianos solo deben buscar cómo agradar al Padre, pareciéndose a Jesús, sabiendo que su premio es la profundización de la comunión con Dios, hasta participar de su misma vida. Así vivirán en la verdad, en la piedad auténtica, según el proyecto original de Dios.
«No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces, vuestro Padre celestial no os recompensará». Es lo primero que dice Jesús antes de hablar de la limosna, la oración y el ayuno. Las tres principales obras de piedad del pueblo judío han de realizarse desde este mismo punto de vista. Todas deben nacer del corazón y ser la expresión exterior de unas actitudes interiores: generosidad, amor de Dios, esencialidad. De poco sirve realizarlas por otros motivos: convencionalismos sociales, tradición, moda. Las buenas obras que propone la religión se deben hacer porque las hemos asumido cordialmente, porque estamos convencidos de que son lo mejor para nosotros.
San Juan de la Cruz nos enseña a no dejarnos llevar por lo que nos apetece ni por los sentimientos. Las cosas de Dios hay que hacerlas en pura fe, tanto cuando producen alegría como cuando no, tanto cuando las hacemos con gusto como cuando nos cuestan fatiga, porque sabemos que son buenas y porque Dios las quiere, sin ninguna otra justificación. Si no es así, no tienen valor religioso.
Hay actos que son buenos en sí mismos, independientemente de la motivación de quienes los realizan, y Dios siempre los tiene en cuenta, como recuerda Jesús al hablar del juicio final (Mt 25,31ss). Son las llamadas «obras de misericordia»: vestir al desnudo, dar de comer al hambriento, enseñar al que no sabe, etc. El peligro está en aquellos actos que son la manifestación externa de nuestra fe. No deben realizarse por motivos que no sean religiosos, porque serían una falsificación. Deberían brotar siempre de un convencimiento interior, de lo más profundo del corazón.
«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas o en las plazas para que los vea la gente». Nueva insistencia sobre la necesidad de la autenticidad. Obviamente, las referencias a los toques de trompeta o a situarse en medio de la plaza son exageraciones para denunciar el deseo de mantener ciertas apariencias, de conseguir un reconocimiento público. De nada me sirve orar para que me vean o por otros motivos que no sean el deseo sincero de ponerme en la presencia de Dios y de que se cumpla en mí su voluntad, sencillamente porque eso no es oración. Dice santa Teresa de Jesús: «Si no pienso con quién hablo y quién soy yo que hablo y qué es lo que digo, no lo llamo yo orar, por mucho que se meneen los labios» (1M 1,7).
«Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto». La oración ha de ser un encuentro íntimo, personal, con Dios que vive dentro de nosotros. Aquí no se dice que no haya que orar en público o que no sirva la oración comunitaria. En otros sitios Jesús invita a sus discípulos a reunirse para orar en su Nombre o para celebrar la santa Cena como memorial de su entrega. Él mismo acudía al templo y a la sinagoga en compañía de sus discípulos. Eso no queda eliminado, pero aquí se habla de la manera de realizar la oración personal y de la necesidad de una motivación evangélica de nuestras obras. Si la oración es una relación de amor, hemos de recordar que los enamorados necesitan momentos de intimidad, en los que manifestarse su cariño a solas.
«Al orar, no os perdáis en palabras, como hacen los paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho». Los griegos de la época pensaban que podían convencer a sus dioses con hermosas oraciones y razonados discursos, para que hicieran lo que les pedían. Aunque nos parezca ridículo, es lo que nosotros hacemos muchas veces: creemos que Dios nos escuchará mejor si hacemos largas y complicadas oraciones y ceremonias.
Santa Teresa de Jesús enseña que, en la oración, «no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; así, aquello que más os mueva a amar, eso haced». Es decir, que lo más importante no es el método, la postura, la respiración o las palabras usadas. Ella insiste en que, para hablar con Dios, «no son necesarios muy elegantes razonamientos, sino tratarle como se habla con un amigo o con un padre o con un hermano o con un esposo». Él nos escucha siempre porque nos ama, no porque hablemos mejor o peor. Así pues, los rasgos esenciales de la oración son la sencillez, la naturalidad y la verdad.
Tomado de mi libro La alegría de Orar. El Padre nuestro explicado con palabras sencillas, editorial Monte Carmelo, Burgos 2018, ISBN: 978-84-8353-912-5, páginas 129-134. Tienen información sobre el mismo en la página de la editorial, que pueden consultar en este enlace.
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