El auge de algunos líderes y partidos populistas en distintos países es un signo del descontento y cansancio de gran parte de la sociedad con la clase política tradicional (denominada en ámbito angloparlante «el establishment» y en España, con tono despectivo, «la casta»).
Todos los grupos populistas buscan unos enemigos a los que combatir. Así se consigue fortalecer el sentido de pertenencia y de identidad frente a los demás, de los que se afirma que «nos roban», «nos odian», «se aprovechan de nosotros», etc.
Todos ellos hacen propuestas que no pueden cumplir y culpan de sus fracasos a supuestos grupos de conspiradores. Siempre afirman que no pueden llevar a cabo sus promesas y sus buenos deseos por culpa de «los otros», no por su ineptitud.
Todos son igualmente amigos del revisionismo histórico, reescribiendo la historia en su provecho, identificando a «los malos» del pasado con sus enemigos contemporáneos.
Todos ellos, además, dan mucha importancia al control de la información y al «adoctrinamiento» de las masas.
Así consiguen convencer y atraer a muchas personas que están cansadas de la corrupción real y de los problemas del momento, presentándose ellos como mesías salvadores, cuando, en realidad, solo quieren apartar a los que tienen el poder para quedárselo ellos. Su primer objetivo es dividir y polarizar la población, obligando a todos a tomar decisiones. Su lema podría ser: «con nosotros o contra nosotros».
En este sentido, aunque sus opciones políticas sean contrarias, no hay muchas diferencias entre el comunismo y el fascismo, entre los populismos de izquierdas y los de derechas. En una situación similar se encuentran los grupos ultranacionalistas y separatistas, que pululan en casi todos los países europeos.
Todos ellos apelan más a la emotividad de las masas que al uso de la razón. Y echan la culpa de todos los males pasados, presentes y futuros a sus adversarios. No importa que sus acusaciones sean muchas veces inverosímiles y que haya evidencias que las contradigan, ellos consiguen convencer a sus partidarios de la culpabilidad de «los otros», a los que hay que combatir y eliminar.
Kenneth Roth, director ejecutivo del Observatorio de Derechos Humanos (Human Rights Watch), en su informe anual de 2017, afirma: «El populismo se torna más atractivo a medida que crece el descontento con la situación actual. En Occidente, muchas personas sienten que han quedado excluidas debido al cambio tecnológico, la economía global y la creciente desigualdad. Los siniestros incidentes de terrorismo generan aprehensión y temor. Algunas personas no se sienten cómodas con sociedades donde hay ahora mayor diversidad étnica, religiosa y racial. Existe una sensación cada vez más marcada de que los gobiernos y la élite no tienen en cuenta las preocupaciones de la población general. En este clima de descontento están surgiendo y ganando poder algunos políticos que sostienen que los derechos solo sirven para proteger a presuntos terroristas o a solicitantes de asilo, a expensas de la seguridad, el bienestar económico y las preferencias culturales de la supuesta mayoría. Culpabilizan injustificadamente a refugiados, comunidades de inmigrantes y minorías. En este contexto, la verdad suele quedar absolutamente relegada. El nativismo, la xenofobia, el racismo y la islamofobia están en auge».
A continuación analiza la deriva populista (y en algunos casos totalitaria) de varios líderes contemporáneos, comentando algunas de sus decisiones más polémicas.
Roth concluye su discurso desenmascarando el peligro que se esconde bajo las políticas populistas: «Los populistas sugieren que si la mayoría desea limitar los derechos de refugiados, migrantes o minorías, entonces deberían ser libres de hacerlo. Que haya tratados internacionales e instituciones que se interpongan no hace más que agudizar esta antipatía hacia los derechos, en un mundo donde el nativismo suele valorarse más que el globalismo. Tal vez sea inherente a la naturaleza humana que resulte más difícil identificarse con personas diferentes de uno mismo, y más fácil aceptar la violación de sus derechos. Las personas encuentran consuelo en la riesgosa presunción de que es posible hacer valer derechos de manera selectiva, es decir, que los derechos de otras personas pueden verse afectados mientras los suyos siguen estando garantizados. No obstante, los derechos, por su propia naturaleza, no admiten un enfoque “a la carta”. Es posible que usted no sienta simpatía por sus vecinos, pero si los priva de sus derechos hoy, pone en riesgo sus propios derechos mañana, pues, en última instancia, la base de los derechos es el deber recíproco de tratar a otros como usted quisiera ser tratado. Violar los derechos de otra persona implica erosionar la estructura de derechos que, inevitablemente, necesitarán los miembros de la supuesta mayoría en cuyo nombre se cometen actualmente los abusos».
Mañana, si Dios quiere, hablaremos de los fundamentalismos políticos y religiosos.
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