Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 8 de junio de 2017

Jesús, el Hijo de Dios


A lo largo del Antiguo Testamento encontramos muchas personas que se sintieron llamadas y enviadas por Dios para realizar una misión: «He visto la opresión de mi pueblo... y ahora te envío para que saques...» (Éx 3,7-10); «Adonde yo te envíe, irás» (Jer 1,7); «Hijo de Adán, yo te envío a la casa de Israel» (Ez 2,1); «Me ha enviado para anunciar una buena noticia» (Is 61,1). Juan, el último de los profetas, también recibió una vocación similar: «Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan...» (Jn 1,6-7).

En el Nuevo Testamento se afirma que todos esos mensajeros fueron llamados y enviados por Dios: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros antepasados por medio de los profetas» (Heb 1,1), pero se añade que, como conclusión, remate y perfeccionamiento de los envíos anteriores, Dios nos ha enviado a su propio Hijo: «En estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo...resplandor de su gloria e imagen perfecta de su ser» (Heb 1,2s). 

En lo mismo insiste la parábola de los viñadores homicidas: «Envió un criado y lo maltrataron... envió un segundo y lo descalabraron... envió muchos otros y los mataron... finalmente, envió a su Hijo...» (Mc 12,2-6). 

San Pablo también lo afirma con rotundidad: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatarnos y darnos la adopción filial» (Gál 4,4s). 

Si queremos entenderla en profundidad, toda la vida de Jesús ha de interpretarse como un envío, como una misión: «Yo no he venido por mi propia cuenta, sino que he sido enviado por aquel que es veraz» (Jn 7,28). Por eso no habla en su nombre, sino en el de su Padre: «Yo no hablo en virtud de mi propia autoridad; es el Padre, que me ha enviado, quien me ordenó lo que debo decir y enseñar» (Jn 12,49). Al concluir su vida terrena, él mismo envía a su Iglesia: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo» (Jn 20,21).

Jesús toma conciencia de su identidad y de su misión de una manera progresiva. Verdaderamente «creció en edad, en sabiduría y en gracia». A los 12 años, en el episodio del templo, manifiesta su madurez y la conciencia que va tomando (Lc 2,41-52). María habla de «tu padre y yo» y Jesús explica que su orientación se dirige a otro Padre: Dios. Jesús habla de su auténtica filiación, comienza a descubrirnos un misterio oculto. Seguirá sumiso en su vida doméstica, pero en su misión depende totalmente de su Padre del cielo. María y José se abisman en un misterio que les desborda, pero María lo conserva en su corazón.

En su progresiva toma de conciencia, él se autocomprende como Hijo y se sabe enviado. Su misión es anunciar a Dios, que lo ha enviado y volver a Dios llevando consigo a los hombres, sus hermanos: «Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre» (Jn 16,28). 

La manera tan libre y peculiar que tiene de comportarse frente a la Ley, el templo, su entorno social... corresponde a su experiencia de Dios. Jesús no lo define, pero vive una relación especial con él (de filiación). Por eso, en su oración siempre se dirige a Dios como Padre (130 veces lo llama así en los evangelios). Se relaciona con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza, al mismo tiempo que siempre dispuesto a la obediencia. «Abba», para Jesús, más que un título, es una experiencia. No manifiesta solo una concepción de Dios; también refleja la conciencia que tiene de sí mismo, como el Hijo. Jesús se comprende a sí mismo en total dependencia de Dios y como total apertura a Dios: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4,34). 

Todos los enviados de Dios anunciaban el mensaje que habían recibido, daban testimonio de lo que habían «oído», pero el testimonio del Hijo es el más perfecto, porque él, además, anuncia lo que ha «visto» desde el principio: «A Dios nadie lo ha visto nunca, el Hijo que está junto a él nos lo ha contado... Las palabras que me oís no son mías, sino del Padre que me ha enviado... El Espíritu Santo que el Padre os enviará en mi nombre hará que recordéis todo... Os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 1,18; 14,24.26; 15,15).

Para conocer a Dios, su actuar, su corazón, hemos de conocer a Jesús, porque «si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre» (Jn 8,19), ya que «el Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Pero Jesús no es solo el revelador. Él trae la enseñanza del Padre y es al mismo tiempo el único camino que lleva al Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida, y nadie puede ir al Padre si no es por mí» (Jn 14,1-6). 

Solo a través de Jesús tenemos acceso al misterio íntimo de Dios y, lo que es más importante, a la comunión de vida con él: «Padre, les he dado a conocer quién eres y continuaré dándote a conocer, para que el Amor con que me amas pueda estar también en ellos» (Jn 17,26).

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