Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 27 de enero de 2020

Testamento espiritual del cardenal Jaime Ortega


El difunto cardenal Jaime Ortega Alamino, que fue arzobispo de La Habana, escribió un texto de 14 páginas en 2017, dos años antes de su muerte, mientras se encontraba de retiro con los padres carmelitas descalzos en el convento de San Juan de la Cruz, en Segovia, España.

Yo tuve el gozo de encontrarlo en algunas ocasiones, en mis viajes pastorales a Cuba. Siempre me recibió con mucho cariño y se reservaba un día para que pudiéramos hablar tranquilamente de espiritualidad y evangelización. Escribió el prólogo para una edición mía de la "Historia de un alma" de santa Teresita, que publiqué en Cuba, y siempre me pedía que organizáramos unas jornadas culturales en el centro "Padre Félix Varela" de La Habana, en las que pudiéramos dialogar desde la espiritualidad carmelitana con la sociedad cubana. Por desgracia, nunca pude llevar a la práctica este proyecto del difunto cardenal.

Su relación con el Carmelo fue siempre muy íntima, tal como se manifiesta en el "testamento espiritual" que acaba de publicarse, del que extraigo algunos párrafos:

Bautizado a los 5 años, no frecuentaba la Iglesia... Me había enseñado las oraciones una tía-abuela y las preguntas-respuestas de memoria del catecismo de “Pío X”. Me lo sabía todo con el automatismo de la memoria, como las tablas de multiplicar, pero no rezaba nunca... Dios, la fe, la religión, estaban fuera del horizonte de mi vida... A los 14 años me preguntaron si había hecho la Primera Comunión y les dije que no, que solo estaba bautizado. Me dijeron: “tienes que prepararte”, me explicaron que llevaría un tiempo, que tenía que saber lo que era la Confesión, etc. Me mostré disponible.

Algunos días después, al salir del Instituto, dos o tres de mis “nuevos amigos católicos” me dijeron: “¿No tienes impuesto el escapulario de la Virgen del Carmen?” Les dije que no ¿y qué cosa era eso? Ellos se abrieron la camisa y me mostraron el escapulario. Se lo había visto a algunas personas, y me dijeron “¿quieres imponértelo ahora? Así tendrás la protección de la Virgen”. (La Iglesia del Carmen está a una manzana del Instituto). Fuimos, era la primera vez que entraba en esa iglesia frente a la cual pasaba cuatro o cinco veces al día. Pero ahora había allí una Iglesia que era también “nueva” para mí. Algún 16 de julio me había parado en la esquina a ver la procesión de la Virgen y veía a mis amigos con el brazalete de la Juventud de Acción Católica en el brazo izquierdo. Hoy ellos me acompañaban y este era mi pensamiento, mientras esperábamos que el Padre bajara: “Menos mal que la Iglesia da algo sin que haya que prepararse, que aprender doctrina y sin confesarse”.

Me arrodillé en la sacristía, el Padre bendijo el escapulario y me lo puso. Mis amigos me presentaron a él. Y fue el escapulario de la Virgen del Carmen lo primero que recibí de la Iglesia después del Bautismo. En esa iglesia hice mi Primera Comunión tres meses después. Fue un carmelita mi primer confesor, el Padre Ignacio de la Virgen del Carmen. A esa Iglesia no dejé de ir un domingo a Misa después de mi comunión.

A esa iglesia, unos meses después, empecé a ir a Misa diaria y cada tarde a una visita al Santísimo Sacramento. En esa Iglesia celebré mi Primera Misa. Allí supe de san Elías, de san Simón Stock, de santa Teresa de Jesús, de san Juan de la Cruz, de santa Teresita del Niño Jesús, del Niño Jesús de Praga, de la fama de santidad de sor Isabel de la Trinidad, cuya doctrina espiritual (presentada admirablemente por el Padre Phillipon), me acompañó desde mi primer año del seminario, “Laudem Gloriae”.

Fue allí, en el claustro austero del Carmen de Matanzas, adonde me mandó a subir aquella tarde mi director espiritual, el Padre Cristóbal de la Virgen del Carmen, y donde sostuve el diálogo con aquel hombre de Dios, que me decidió a ser sacerdote.

El Carmelo Teresiano, después de la luz cegadora del primer encuentro, ha sido mi lazarillo. Y ahora aquí, en la huerta de san Juan de la Cruz, junto a la fortaleza del Alcázar, el muro gris y la naturaleza hermosa de abril, donde el Esposo al pasar dejó su sello, pienso que seguirá siendo mi Lazarillo, porque es de noche, y debo prepararme (esta vez pronto y necesariamente) para abrir los ojos a la llama eterna. Entonces ya no ciego, así como la primera vez, como a Pablo, sino que se hará día sin ocaso.

A san Juan de la Cruz encomiendo este último tramo de mi vida. Tengo tanto que dejar, Dios me ha dado tanto, quizás por mi fragilidad el Señor ha tenido una Providencia de gracias continuas a través de mi vida...

Cuando me hablan de los meses que pasé en trabajos forzados, de las penurias de alimentación, transporte y vestido, de los años difíciles de trabajo pastoral en parroquias del campo, nada de eso me parece extraordinario y me da temor que no esté ni remotamente unido a la pasión del Señor. Así está mi alma, que pongo bajo la guía de san Juan de la Cruz.

Pueden leer el texto entero haciendo un click en este enlace.

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