Acabo de regresar de los Alpes, donde he predicado unos días de ejercicios espirituales a los carmelitas descalzos de la Provincia Lombarda. Antes de volver a Roma me he parado dos días y medio en Milán, para visitar su catedral y algunos de sus impresionantes museos. Cada mañana, al salir del convento, me llama la atención la fila de hombres y mujeres que ocupan las aceras en torno a la iglesia. Ni sus ropas ni su actitud educada te hacen pensar que están esperando para recibir una comida gratis en el comedor social de la parroquia, que abre cada día del año (laborales y festivos, invierno y verano) a las 10,30 de la mañana.
El P. Julio ya es anciano. Además de ser el ecónomo provincial, coordina el esfuerzo de los trabajadores y de los voluntarios en la cocina y en el comedor, y el banco de alimentos, y el centro de escucha, y el ropero, y… Le comento mi extrañeza y me dice que desde hace varios años no son solo los indigentes o los emigrantes sin recursos los que frecuentan las estructuras asistenciales. Los nuevos pobres son italianos: ancianos, divorciados, jóvenes en paro. Estos prefieren acudir a primera hora, cuando la mayoría de los sintecho aún duerme bajo los efectos del alcohol, para no identificarse con ellos, con el terror de formar un día parte de sus filas, si las cosas no mejoran. Los días festivos, cuando los comedores escolares cierran, también acuden varias familias con sus hijos. Algunos piden unas velas, porque les han cortado la luz en casa, otros necesitan unos zapatos nuevos o material de aseo. El buen viejo repite por enésima vez que para esas cosas tienen que acudir por las tardes al centro de escucha, que ahora no puede ir a buscar lo que le piden… pero termina cediendo. Un muchacho joven le pregunta por qué él no ha tenido nunca una posibilidad de salir de la miseria y si será así toda su vida. El P. Julio le ofrece un café y se quedan charlando.
Mientras me dirijo a mis visitas culturales recuerdo la canción de José Luis Perales: “Estos días grises del otoño me ponen triste” y hasta las suntuosas salas del castillo sforzesco parecen perder su esplendor. Me consuela tener hermanos generosos y serviciales, y me avergüenza no ser como ellos. Llueve en las calles de Milán en este día otoñal.
Precisamente mientras me encontraba en Milán un periódico local ha publicado un artículo exigiendo que la Iglesia católica pague el IMU (el impuesto a los ayuntamientos sobre bienes inmuebles, el IBI español). Hay que aclarar que en Italia, como en España, las actividades económicas de la Iglesia pagan los mismos impuestos que las de los demás. Es decir, si una diócesis o una comunidad religiosa alquila unos garajes o tiene una librería o una explotación agrícola, para los impuestos que manda la ley. Pero están exentos de los impuestos locales los inmuebles que se usan para el culto o para actividades de evangelización o servicios sociales: templos, salones para la catequesis, orfanatos, conventos… Esto no es un privilegio de la Iglesia Católica. Reciben el mismo trato las demás confesiones, los partidos políticos, los sindicatos, la Cruz Roja, las asociaciones culturales… y todas las instituciones que se supone que están al servicio de la sociedad sin obtener beneficios económicos por su labor. En Italia, como en España, hay demagogos que viven de prejuicios contra la Iglesia Católica. Al P. Julio y a los que son como él no los conocen. De hecho, no frecuentan los mismos lugares ni al mismo tipo de gente.
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