Ayer prediqué una jornada de retiro a una comunidad de religiosas. Son pocas y muy ancianas; pertenecen a una congregación francesa que ha trabajado en las misiones al servicio de los más necesitados durante casi doscientos años. Últimamente han ido cerrando casi todas las casas y se han agrupado en dos o tres. La de Roma es la casa general. Como está situada frente a un famoso hospital, la han adaptado para acoger por un precio módico a los enfermos que vienen a hacer sus curas o a sus familiares. No aceptan turistas ni visitas con otra intención. Solo enfermos y los que los acompañan. Les ofrecen una habitación limpia y comida casera, oran por ellos y con ellos, los escuchan y consuelan. Algunos permanecen hasta dos y tres meses con ellas. Cuando regresan para una nueva visita al especialista les traen huevos, verduras, dulces. Después de muchos años las siguen telefoneando o escribiendo para felicitarles las navidades o la pascua.
Por desgracia, antes o después tendrán que cerrar (la general tiene más de ochenta años y las demás también andan por ahí). Ellas viven su extinción con gran sufrimiento, pero con paz. Saben que han dado su vida a Cristo con todas las consecuencias y él se la ha tomado. Si volvieran a nacer, cada una de ellas haría lo mismo, una y mil veces. No piden explicaciones por el aparente “fracaso” de sus vidas y de su actividad. Solo oran y aman. Son el grano de trigo dispuesto a morir para que surjan nuevas espigas, cuando y donde Dios quiera.
Algunas veces se escucha a personas que se dicen cristianas (e incluso lo publican en distintos medios) que las congregaciones religiosas no tienen vocaciones porque viven acomodadas, porque se han relajado, porque viven como los seglares, porque han traicionado su vocación... Estas y muchas otras que yo conozco siempre han vivido su entrega con generosidad, viven con austeridad, no piensan en sí mismas, sino solo en amar más y mejor a Cristo y a sus hermanos, pasan largas horas de adoración ante el Santísimo, han renunciado a formar una familia y a sus proyectos personales para seguir al Señor y servir a todos con amor. Pero se encuentran con que su vida no atrae a las jóvenes. Las que las conocen las quieren, las admiran, pero no quieren vivir como ellas.
Esto nos pasa a muchos de los que nos hemos consagrado a Cristo. La escasez de nuevas vocaciones nos preocupa. Pero me parece que si nuestro deseo es que otros vivan como nosotros, nos hemos equivocado. No nos hemos consagrado para que otros continúen con nuestras actividades, aunque nos gustaría que no se acabaran con nosotros, porque sabemos que son buenas y necesarias.
Amemos nuestra vida y nuestra vocación. Si alguien viene porque quiere vivir como nosotros, bienvenido sea. Si no viene nadie, no sucede nada. Hemos renunciado a tener hijos carnales. Tampoco pasa nada si no tenemos descendencia espiritual. San Juan de la Cruz dice que Jesús realizó su obra más importante precisamente cuando se sentía más fracasado y abandonado de todos. Con su muerte (aparentemente absurda) nos trajo la redención.
El Santo carmelita añade en su Cántico espiritual: “Mi alma se ha empleado / y todo mi caudal en su servicio. / Ya no guardo ganado / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”. Limitémonos a amar gozosamente, a servir gratuitamente, sin esperar nada a cambio. No nos importe demasiado si tenemos ganado que cuidar u otros oficios que realizar. Ocupemos nuestras energías en su servicio y dejemos todo lo demás en sus manos. Amén.
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