Tengo 30 años y soy carmelita descalza en el monasterio de Serra (Valencia, España). Lo que quiero compartir con ustedes no es un cuento, es una historia, la de una semilla sembrada por el Señor en mi corazón, que en el momento oportuno germinó y dio fruto.
No siempre se siente la vocación desde pequeña; pero en mi caso fue así. Desde niña me atraía todo lo que se relacionaba con Dios: las celebraciones en el templo, la formación religiosa, los encuentros de apostolado... Por eso iba con las amigas a la casa de las hijas de la caridad, a visitar ancianos, a prestar pequeños servicios a quienes los necesitaban.
Un día fuimos a un monasterio de carmelitas descalzas. Me gustó tanto su alegría y su sencillez, que me planteé si yo podía ser una de ellas. Solo me echaba atrás la clausura. Más tarde comprendí que la vocación de las monjas contemplativas es la intimidad con Cristo y la vida fraterna, y que la clausura no es lo más importante, sino solo un medio para favorecer esa vocación.
Una noche bendita del 16 julio, fiesta de la Virgen del Carmen, se apoderó de mi corazón la esperanza de consagrarme por entero a Dios. El Señor me dio una certeza tan grande de que me quería en el Carmelo, que la conservo en mi corazón hasta el presente. Cada día que pasaba yo tenía un deseo mayor de ser carmelita descalza, de estar a solas con el Amado, orando por todos, llevando una vida sencilla de fraternidad con otras hermanas. Finalmente ingresé en el Carmelo el 25 de enero de 1998.
Han pasado los años y puedo decirles que soy la mujer más feliz del mundo. Sé que muchos jóvenes tienen miedo de anuciar a Cristo y de seguirle, pero yo invito a todos a poner la esperanza en Él, que es el amigo que nunca falla.
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