Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 4 de diciembre de 2025

Primavera en libertad, anchura y alegría del espíritu


Este capítulo presenta a san Juan de la Cruz como un maestro de libertad interior y discernimiento en un tiempo marcado por tensiones religiosas, sospechas y excesos devocionales. En medio de ese clima, sorprende su mirada amplia y crítica hacia una religiosidad apoyada en prácticas externas (imágenes, ceremonias, penitencias desordenadas), que él califica de «devociones indiscretas» o «penitencias de bestias». 

San Juan no rechaza las mediaciones cristianas ni la tradición, pero distingue con claridad entre lo esencial de la fe y lo accesorio, recordando que las formas externas pueden servir, pero no sustituir la relación viva con Dios.

El místico subraya la importancia del discernimiento, entendido como la capacidad de elegir lo conveniente en cada momento. Inspirado en el evangelio, enseña que discernir es buscar la voluntad de Dios «aquí y ahora», evitando absolutizar métodos, tiempos o ceremonias. Advierte contra quienes confían más en sus prácticas que en el amor vivo, o quienes multiplican imágenes, reliquias y ritos sin verdadera fe. Para él, la discreción espiritual es fundamento de toda vida cristiana: distinguir entre bienes esenciales, importantes y secundarios. Son secundarias las tradiciones externas; importantes, las prácticas habituales como la limosna o la lectura espiritual; esenciales (que no deben faltar nunca), la caridad, las virtudes teologales, las obras de misericordia y la oración.

La vida del santo encarna esta doctrina. A pesar de su inclinación natural hacia la soledad, se entregó incansablemente al servicio del Carmelo descalzo y de los hermanos, recorriendo miles de kilómetros para fundar, acompañar y consolar. Su criterio no fue el gusto personal, sino buscar siempre la voluntad de Dios y el servicio a los demás.

El capítulo también destaca su sencillez. En una sociedad muy jerarquizada, Juan vivía de modo sorprendentemente natural y llano: se sentaba en el suelo, como las mujeres y los pobres, evitaba los tratamientos honoríficos y hablaba con profundidad, pero con lenguaje accesible. Este gesto, que sus contemporáneos veían solo como humildad, puede interpretarse también como una crítica silenciosa a la desigualdad social y eclesial de su tiempo. 

Numerosos testimonios lo describen como un hombre cercano, afable, paciente con todos (novicios, legos, seglares, afligidos y escrupulosos), sin distinción de personas, siempre dispuesto a escuchar y consolar.

Fue profundamente querido por sus comunidades. Como buen discípulo de santa Teresa, gobernaba con amor más que con rigor, dando ejemplo en los trabajos, visitando a los afligidos, animando a los jóvenes, sacando a los frailes al campo para contemplar la creación y alabar al Señor. Muchos recuerdan la alegría que transmitía su rostro encendido en oración y la paz que dejaba en quienes lo trataban.

Frente a las deformaciones posteriores de los hagiógrafos barrocos, que lo presentaron como un asceta rígido, el capítulo insiste en que sus escritos y su vida revelan una espiritualidad luminosa, positiva y festiva. Su «primavera en libertad y anchura y alegría del espíritu» no coloca el sufrimiento en el centro, sino la presencia amorosa de Dios, origen de un gozo interior siempre nuevo. En esta clave se entienden sus poemas, llenos de naturaleza, música y perfumes, que expresan una mística de la alegría más que de la mortificación.

Resumen del capítulo tercero de mi libro Eduardo Sanz de Miguel, «Luz en la noche del alma. Vida y legado de san Juan de la Cruz». Grupo editorial Fonte, Burgos 2025, páginas 63-76.

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