Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura
El domingo participé en un bautismo en la Iglesia Ortodoxa Rumana. Se trataba de la hija de un señor que trabaja para mi convento y acudimos el prior y yo. El pope ortodoxo fue muy acojedor y puso un par de personas a nuestra disposición para que nos fueran traduciendo sus palabras.
Ayer prediqué una jornada de retiro a una comunidad de religiosas. Son pocas y muy ancianas; pertenecen a una congregación francesa que ha trabajado en las misiones al servicio de los más necesitados durante casi doscientos años. Últimamente han ido cerrando casi todas las casas y se han agrupado en dos o tres. La de Roma es la casa general.
Ayer domingo prediqué el retiro mensual a los estudiantes del colegio internacional de los carmelitas descalzos en Roma. En la foto pueden ver la comunidad en la capilla. Durante la misa concelebraron los seis formadores y tuvimos servicio de diácono, acólitos, cantores con armonio y guitarra...
Ayer participé en un encuentro de oración en el templo luterano alemán de Roma. Presidían 23 representantes de diversas denominaciones cristianas (incluído el obispo católico responsable de la zona, por supuesto). Una plegaria la dirigía un pastor luterano y otra un obispo griego ortodoxo, otra un metodista y otra un anglicano.
Para los griegos, «espíritu» se opone a «materia», a «cuerpo». En la Biblia no es así; la ruah es la fuerza, el principio de acción que hay en Dios. No se opone a «cuerpo», sino a «carne», a la realidad terrestre del hombre, caracterizada por la debilidad y por su carácter perecedero: «El egipcio es un hombre y no un Dios y sus caballos son carne y no espíritu» (Is 31,3). La sanción del diluvio está preparada por la constatación de que los hombres quieren vivir solo de su propio principio terrestre: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, puesto que él es pura carne» (Gen 6,3).