martes, 20 de diciembre de 2016
Origen de las fiestas navideñas
La celebración de Navidad el 25 de diciembre está documentada en Roma en el cronógrafo del 354, compuesto el año 336. Varios datos permiten suponer que la fiesta es más antigua, incluso anterior a la paz de Constantino.
Por su parte, la Epifanía el 6 de enero es una fiesta de origen oriental, como su nombre indica. Está documentada desde el s. II entre los basilidianos gnósticos de Alejandría, que conmemoraban el bautismo del Señor. A lo largo del s. IV la asumieron casi todas las iglesias orientales, con diversos contenidos: nacimiento de Jesús, adoración de los Magos, bautismo en el Jordán y milagro de Caná, principalmente.
Pronto se produjo un intercambio entre ambas fiestas y se introdujo la Navidad en Oriente y la Epifanía en Occidente, respetándose las fechas originales de ambas y celebrándolas como dos momentos del mismo misterio.
Los latinos usaron el nombre de «Natalis Domini» para su fiesta del 25 de diciembre. En ella subrayaron la fe en la encarnación del Señor, la debilidad libremente asumida por Cristo al tomar nuestra condición (la «apparitio Domini in carne»).
Los griegos, por su parte, usaron los nombres de «Epifanía» y «Teofanía» para su fiesta del 6 de enero. En ella subrayaron la revelación de la gloria de Cristo y de su divinidad en distintos acontecimientos.
Varias realidades coincidieron en el surgimiento de la Navidad: la oposición cristiana a las saturnales, a los cultos de Mitra y a la fiesta en honor del sol invencible, la teología simbólica de los Padres y la respuesta ante las primeras herejías cristológicas. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre cuál fue la más influyente en este proceso.
1. Las saturnales. Eran fiestas romanas en honor del dios del tiempo «Saturno» (el «Chronos» griego). Comenzaban el 17 del décimo mes (diciembre), con un sacrificio en su templo del foro y un banquete, en el que podía participar todo el pueblo. Duraban siete días, durante los cuales había espectáculos de gladiadores, disfraces y juegos de azar. También se suavizaban las obligaciones de los siervos y esclavos, que eran admitidos a comer en la mesa de sus señores y recibían regalos. Ya que las fiestas obligaban a todos y los cristianos eran minoría, estos pudieron aprovechar la ocasión para celebrar a Jesucristo, que libera de la esclavitud, regala su propia vida y sienta a su mesa a los creyentes, convirtiéndose en su alimento (al contrario de Saturno, que devoraba a sus propios hijos).
2. El culto de Mitra. Cada 25 de diciembre, los adeptos a los cultos mistéricos de Mitra celebraban su nacimiento de una roca, en una cueva, con una antorcha encendida en una mano. Inmediatamente fue adorado por unos pastores. Con el tiempo, Mitra fue identificado con el sol y llamado «Deus Sol Invictus Mitra». Casi no se conservan textos de esta religión. Solo restos arqueológicos y referencias de los Santos Padres de la Iglesia, por lo que cualquier conjetura al respecto es difícil de demostrar, a pesar de los numerosos libros y artículos que se publican dando por supuesto lo contrario.
3. La fiesta del sol. Más clara parece la relación del «Natalis (Solis) Invicti» en el surgir de la Navidad. En esto coinciden muchos autores, aunque no hay unanimidad. Al llegar el solsticio de invierno, los romanos celebraban grandes festejos en honor del sol, especialmente en su templo del Campo Marzio en la Urbe. El emperador Aureliano (270-275) decretó la obligación de celebrar la fiesta en todo el imperio. La fecha estaba muy bien escogida. De hecho, en el hemisferio Norte, a medida que avanza el otoño, los días son cada vez más cortos y fríos, y las noches más largas. En cierto momento, la tendencia se invierte, las horas de luz van creciendo y los rayos del sol ganan fuerza, hasta que las noches son más cortas que los días. En la parte occidental del imperio romano, el solsticio de invierno se celebraba el 25 de diciembre.
Los romanos creían que, desde el principio de los tiempos, las tinieblas hacían guerra al sol para arrebatarle su poder benéfico sobre la Tierra. La noche previa al solsticio, parecía que las tinieblas alcanzaban su máximo poder y que la pervivencia del sol (y con él, de la vida) estaba en peligro. Por eso, el 24 de diciembre encendían hogueras en las puertas de sus casas y junto a las murallas, para ayudar al sol en su batalla contra las tinieblas. Cuando amanecía, se postraban para adorar al astro rey, que ascendía victorioso un año más. La fiesta, llamada «Natalis (Solis) Invicti», continuaba con intercambios de regalos, comilonas y borracheras.
Estas costumbres estaban tan arraigadas, que todavía san León Magno († 461) denuncia a los que continuaban realizando gestos de veneración al sol en Navidad: «Antes de pisar la basílica de san Pedro […], suben las escaleras que llevan a lo alto de la plaza, vuelven allí su cuerpo hacia el sol naciente, e inclinando la cabeza, hacen reverencia al brillante disco». Gesto que él reprueba, considerándolo incompatible con la participación en la misa.
Se conservan varios testimonios de los Santos Padres que condenan los abusos que se realizaban en esos días, invitando a los cristianos a meditar la Palabra de Dios, a la oración y a la limosna, como verdaderas prácticas de Navidad.
San Agustín contrapone los regalos, fiestas en los teatros y borracheras de los paganos, a las limosnas, oraciones y ayunos de los cristianos.
San Gregorio Nacianceno insiste en lo mismo: «No pondremos guirnaldas en los zaguanes, ni organizaremos danzas, ni adornaremos las calles […]. Nosotros debemos gozar con la Palabra de Dios y con las explicaciones correspondientes a la fiesta de hoy».
Estas cosas no sucedían solo en las provincias occidentales del imperio. Casi todos los pueblos de la antigüedad consideraron al sol como un dios benéfico. Con motivo de su ciclo anual, también en Oriente había fiestas aunque, por el uso de calendarios diversos, celebraban el solsticio el 6 de enero, como testimonia san Epifanio de Salamina, a mediados del s. IV: «Ocho días antes de las kalendas de enero, los idólatras griegos celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia, los egipcios kronia, los alejandrinos kikellia. En efecto, el octavo día antes de las kalendas de enero significa una ruptura, ya que en ese día cae el solsticio y el día comienza de nuevo a alargarse y la luz del sol brilla durante más tiempo».
Con estos precedentes, no debe extrañar que, entre los formularios litúrgicos más antiguos para Navidad y Año Nuevo, se encuentren los de la «missa ad prohibendum ab idolis», es decir: misa para apartar a los fieles del culto a los ídolos. Los primeros cristianos transformaron lentamente las fiestas invernales en honor del sol hasta convertirlas en fiestas en honor de Cristo, luz del mundo y salvador de los hombres, tomando del ambiente cultural algunos elementos simbólicos, como la victoria de la luz y el calor sobre las tinieblas y el frío. Muchos villancicos hacen referencia al frío del invierno, para indicar el sufrimiento libremente asumido por Cristo.
4. La teología simbólica de los Santos Padres. El simbolismo solar puede ser una buena ayuda a la hora de expresar la dimensión cósmica de nuestra fe ya que, tal como canta la liturgia, Cristo, con su luz «transfigura y enciende el universo en espera». Pero los contenidos de la Navidad no se explican únicamente a partir de esas referencias, ni mucho menos a partir de las antiguas fiestas paganas en honor del sol. El simbolismo cósmico ayuda a comprender el acontecimiento histórico de la encarnación, pero nunca puede suplantarlo. El cristianismo no cree en mitos intemporales, sino en la manifestación de Dios en la historia.
Lo novedoso del cristianismo es que Dios ha entrado en nuestra historia, se ha dejado ver, oír y tocar (cf. 1Jn 1,1-3). En Navidad, la Iglesia celebra el amor de Dios, que ha enviado su Hijo al mundo para salvar a los hombres del pecado y hacerlos hijos suyos. Por eso, las fiestas de la manifestación de Cristo tienen el mismo significado en los países mediterráneos del hemisferio norte, donde surgieron, que en los países del Ecuador o en los del hemisferio sur, que celebran la Navidad en verano. Más aún: la celebración de la Navidad en el mundo entero, independientemente de su relación con la estación invernal, indica que la fe cristiana va más allá de los condicionamientos geográficos o culturales.
La liturgia hace referencias a los ciclos de la naturaleza, pero solo por su relación con los episodios históricos de la vida de Cristo, que son la clave última de interpretación de toda la obra de Dios, también de la Creación, ya que «todo fue creado por medio de él y para él» (Col 1,16). Por lo que todo (también los ciclos de la naturaleza) encuentra su sentido último en él.
Este es el motivo por el que no deben ser despreciadas las explicaciones de la teología simbólica de los Padres sobre el origen de la fiesta.
Según una tradición judía, recogida por san Agustín y otros autores, Dios creó a Adán el 25 de marzo (inicio de la primavera e inicio del año hebreo, que coincidía con la Pascua según Éx 12,2). En la misma fecha habrían tenido lugar los principales acontecimientos de la historia de Israel, por lo que también en esa fecha se esperaba la manifestación del mesías: «El mundo fue creado en el mes de Nisán y en Pascua nacieron los patriarcas, al inicio del año Sara, Raquel y Ana recibieron la visita de mensajeros celestes, José salió de la prisión, cesó la esclavitud de nuestros padres en Egipto; y en el mes de Nisán llegará la redención futura».
Hoy, estos razonamientos pueden resultar extraños, pero para la tradición judía son muy importantes, porque manifiestan la unidad de toda la historia de la salvación, en la que la creación, la alianza y la redención final son distintas etapas del eterno proyecto de Dios.
De hecho, hasta el presente, los israelitas celebran cuatro noches en la Pascua: la de la creación, la de la alianza con Abrahán, la de la salida de Egipto y la de la futura venida del mesías. Por este motivo, desde antiguo, los Padres pusieron en relación la creación del mundo, el nacimiento de Cristo y su muerte redentora. Algunos autores hacen coincidir el nacimiento y la muerte; otros, la concepción y la muerte, situando el nacimiento nueve meses después.
Los Padres también ponen en relación el nacimiento de Cristo, en el solsticio de invierno, con el nacimiento de san Juan Bautista, en el solsticio de verano, ya que entre ambas fechas se dan los seis meses de diferencia que señala san Lucas (1,26). Así, Juan Bautista habría sido concebido en el equinoccio de otoño y nacido en el solsticio de verano. Por su parte, Jesús habría sido concebido en el equinoccio de primavera y nacido en el solsticio de invierno. De esta manera queda subrayado el simbolismo de Cristo, luz del mundo.
San Agustín, comentando la frase del Bautista «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), hace notar el significado místico del texto, que se cumple al nacer san Juan en el momento en que los días disminuyen y Jesús cuando los días comienzan a alargar, dando a entender que la misión del Bautista habría de terminar cuando comenzara la del Señor. De esta manera, los Padres interpretaban que Cristo da sentido a toda la Creación (cf. Col 2,10).
Posiblemente, estas no sean explicaciones históricas fiables sobre la fecha del nacimiento de Cristo, pero tuvieron gran importancia en la elección del 25 de diciembre para celebrar la Navidad. Además, ayudan a comprender el sentido que la Iglesia primitiva daba a esta fiesta. También recuerdan que el nacimiento del Señor está en referencia con su muerte y resurrección, de la que alcanza su sentido último.
5. Las primeras herejías cristológicas. Finalmente, no podemos olvidar el surgimiento de las primeras herejías cristológicas y la oposición de la Iglesia a las mismas, por medio de sus concilios y de su liturgia. Para algunos, esta sería la causa principal del surgimiento de la Navidad. Otros no la consideran su origen, pero sí el motivo de su rápida difusión. Lo que está claro es que la profundización de la fe en los escritos de los Padres, y su definición en los concilios, influyó definitivamente en los textos litúrgicos.
Con la celebración de la manifestación del Hijo de Dios en la carne, se subrayaba el realismo de la encarnación, en la que se realiza el eterno proyecto de salvación, que se revelará plenamente solo en la muerte y resurrección del Señor. De hecho, la finalidad principal de la Navidad no es tanto conmemorar el aniversario del nacimiento de Cristo cuanto celebrar que el Verbo se ha hecho carne para salvar a los hombres.
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