El núcleo de la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús es su «caminito» de confianza y abandono en Dios, que consiste en aceptarse como uno es, amar la propia pequeñez y ponerse sin reservas en las manos del Señor. Su hermana Inés lo llamó «el caminito de la infancia espiritual», un nombre feliz siempre que no se confunda con una actitud infantil sin madurez, pues Teresa habla también de superar los defectos de la infancia.
Encontrar ese camino «derecho y seguro» no fue fácil para ella. En su adolescencia creyó haber comprendido la perfección, pero con el tiempo descubrió que cuanto más se avanza, más lejos parece el final. A los 21 años, tras años de sufrimiento y crecimiento interior, seguía deseando ser santa, pero veía la santidad como algo inalcanzable al compararse con los «gigantes» de la Iglesia. Aprendió de Teresa de Ávila que la humildad es «andar en verdad»: aceptarse débil, amar la propia pobreza y confiar únicamente en la misericordia de Dios.
En una época de rápidos avances técnicos, Teresa soñó con un «ascensor» que la elevara a la santidad sin subir la ardua escalera del esfuerzo heroico. Lo encontró en la Palabra de Dios: «El que sea pequeñito, que venga a mí» (Prov 9,4) y «Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré» (Is 66,13). Descubrió que el «ascensor» son los brazos amorosos de Jesús, que la elevan sin necesidad de crecer: bastaba con empequeñecerse más y más. El rostro materno de Dios despertó en ella la confianza de su infancia y la convenció de que Dios es «más tierno que una madre».
Así comprendió que no son las obras las que salvan, sino el amor con que se realizan. «Jesús no necesita nuestras obras, sino solo nuestro amor», escribió. Todos pueden ser santos (papas, teólogos, misioneros, amas de casa o incluso pecadores que luchan) si aman en lo pequeño y cotidiano. Esta certeza la llenó de gratitud: «Dios mío, has rebasado mi esperanza».
Teresa alcanzó su madurez espiritual al reconocer su pequeñez, reconciliarse con su historia y esperar la salvación solo de Dios. Como «un niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre», se abandonó plenamente a su voluntad. Ya no buscaba heroísmos ni sufrimientos; su única brújula era el amor. Aprendió a no dramatizar sus fracasos y a no obsesionarse con las dificultades, «pasando por debajo» de ellas con los ojos puestos en Cristo.
En su enfermedad, aceptó con serenidad todo lo que Jesús quisiera para ella, convencida de que bastaba su sí. Ser niño ante Dios (explicó poco antes de morir) es reconocer la propia nada, esperarlo todo de él, no atribuirse méritos y no desanimarse por las caídas. Quien no recibe el Reino como un niño, no entra en él (cf. Lc 18,17).
En sus últimos escritos exhorta a aceptar la propia vanidad, tener paciencia y seguir confiando. La verdadera santidad consiste en humillarse serenamente y dejarse sostener por la misericordia divina: «Cuando dije: mi pie ha vacilado, tu misericordia, Señor, me sostuvo» (Sal 93).
Así, el caminito de Teresa es una vía nueva y segura hacia Dios: la del abandono confiado, la pequeñez amada y el amor total en lo pequeño.
Resumen del capítulo 15 de mi libro: Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 93-101).

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