Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 17 de octubre de 2025

Santa Teresita de Lisieux, enamorada de Jesús


Santa Teresa del Niño Jesús no habla de un Dios abstracto, lejano e impersonal, sino del Jesús concreto del evangelio: el Hijo de Dios que se encarnó, vivió entre nosotros, murió y resucitó, el que está presente en los sacramentos y habita en el corazón de los creyentes. Su espiritualidad es, por tanto, profundamente cristocéntrica.

Esto se refleja incluso en su lenguaje: en sus escritos, la palabra «Dios» aparece unas 800 veces, mientras que el nombre «Jesús» más de 1600. Y muchas veces, al decir «Dios», se refiere directamente a Jesús, al que llama «Dios en pañales», «Dios que se ha hecho pequeño» o «Dios mío, Jesús mío».

Su amor a Cristo es total y exclusivo. Así lo expresa en sus poemas, como en «Quien tiene a Jesús lo tiene todo» (Poesía 18), donde compone un verdadero «Cántico de las criaturas» centrado en Cristo. Allí confiesa que ha despreciado los goces del mundo para pertenecer solo a él, y que en Jesús ha encontrado cielo y tierra, belleza y plenitud, los campos y las montañas, el frescor de los lirios, la melodía del campo y hasta el universo entero. En Jesús, dice, lo posee todo, porque él mismo está en todo y todo está en él.

Este amor apasionado fue el eje de su existencia. Durante su enfermedad final, en plena «noche de la fe», grabó en la puerta de su celda: «Jesús es mi único amor». Esta frase resume su vida y su doctrina: Jesús la ama y ella ama a Jesús, en un «verdadero intercambio de amor» que constituye la razón de su vida y la meta de su caminar. En el cielo, afirma, solo espera «amar a Jesús y hacerle amar».

A través de Jesús, Teresa ama también a la Trinidad. En sus versos reconoce que amando al Hijo atrae al Padre y es inflamado por el Espíritu. «¡Oh Trinidad, los Tres sois prisioneros de mi amor!», exclama con ternura.

En Jesús ama igualmente a los hombres, especialmente a los pecadores. Contemplando la sangre de Cristo derramada en la cruz, decide permanecer espiritualmente a sus pies para recoger ese «rocío divino» y derramarlo sobre las almas. El grito «¡Tengo sed!» despierta en ella un ardor misionero: desea «dar de beber» a su Amado y salvar almas, sobre todo a los grandes pecadores.

Para ella, el rasgo esencial del Dios revelado en Jesús es el amor: un amor que se manifiesta como ternura, compasión y misericordia. Con san Juan puede afirmar que «Dios es amor» (1Jn 4,8). Este amor se muestra en la encarnación y en la cruz, donde Cristo «se despojó de su rango» y «se hizo esclavo» (Fil 2,7). Como escribe Teresa, «lo propio del amor es abajarse», idea que repite muchas veces. Dios se ha hecho pequeño por amor, especialmente en el Niño de Belén y en el Crucificado. Por eso ella eligió llamarse «Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz»: dos iconos de ese amor que se abaja.

Esta certeza transforma su vida de fe. Al saberse amada por un Dios que se ha hecho pequeño y pobre por ella, Teresa puede reconciliarse con su propia pequeñez y pobreza. No necesita hacerse grande ni elevarse hasta él, porque es Dios quien ha descendido hasta su miseria. Por eso exclama: «Yo no puedo tener miedo a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí. ¡Yo lo amo! ¡Pues él es solo amor y misericordia!». Toda su teología y su camino espiritual brotan de esta convicción central: Jesús es el rostro humano del amor divino.

Resumen del capítulo 10 de mi libro: Eduardo Sanz de Miguel, Santa Teresa de Lisieux, vida y mensaje. Editorial Monte Carmelo, Burgos 2017. ISBN 978-84-8353-839-5 (páginas 61-65).

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